Al amanecer, el cielo se confunde con el mar en la
línea del horizonte. Casi imperceptiblemente, empiezan a perfilarse algunas
sombras: manchas alargadas al principio, poco a poco reconocibles como velas
oscurecidas sobre el agua, encendidas luego por los primeros rayos de sol que
descubren las figuras de los barcos de pesca, que la noche devuelve a la
realidad. Las embarcaciones son arrastradas por la arena penosamente, pero
junto al cansancio aparece la alegría de la captura: langostas, camarones y
corvinas que son expuestos en mesas de madera como en un altar hecho de sudor y
sal: el mar que ofrece su sacrificio a la tierra. Porque cada mañana la costa
asiste a una nueva creación cuyo ritmo lo marcan los pescadores, pero su oración
tiene más que ver con la suerte, las redes y la paciencia, con la fe en
encontrar un gran banco de peces que justifique el orgullo y el consuelo del
regreso. En la playa, hay un tufo a pescado y una alegría de gaviotas que se
lanzan a por las sobras; son tan grandes como buitres, que escenifican la
ceremonia de vida y muerte y vida que se reproduce a diario. ¿Hay algo mejor
que un desayuno de conchas, marisco y pescado recién capturados? Las profundas
arrugas en la cara y el cuello de los pescadores, las manchas del sol en la
piel y las cicatrices de las manos hablan de un oficio tan viejo y tan duro
como el mundo. Pero los ojos son como el mar en calma: tranquilos y hondos.
El Telégrafo (Zoom del Ecuador),
26/10/2013
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