lunes, 25 de mayo de 2020

Encuentros en la tercera fase


A este paso, lo siguiente que veremos en esta pandemia es el uso de salvoconducto, un documento que diga “libre tránsito”, para escapar como los judíos de la Alemania nazi. Lo piensa nuestro urbanita en la puerta de su casa, y que la gente quiere que le pinchen y le tomen la temperatura para poder recuperar la tranquilidad, porque judíos no tenemos muchos en España –tanto da-, pero nos sobran virus y nazis. Equipado con el nuevo pasaporte y una mascarilla se puede encarar el futuro, si no con optimismo, al menos con una sana resignación. “A ver lo que me prohíben ahora”, piensa. En una época de peste y enfermedad, Boccaccio recomendaba divertirse y aprovechar cada momento como si fuera el último. Siguen su consejo los jóvenes que quedan para hacer botellón en los sitios más insospechados, rodeados de ruinas y tumbas, en los límites de la ciudad pero muy cerca de los centros educativos, aunque nuestro urbanita no puede decir más –los ve en su paseo diario-, pues no quiere ser un soplón como el vecino. Mucho más discreto, el urbanita se pregunta: “¿En qué fase me encuentro?” A falta de los extraterrestres de la película y por lo que pueda pasar, se arma con una petaca, la pitillera y la imprescindible tarjeta de crédito, porque “cash” no tiene, ni soporta la cara de terror con la que algunos empleados aceptan a regañadientes sus monedas. Y allá va disfrazado, en busca de una terraza donde le sirvan una caña. Resulta toda una aventura hacer cola durante treinta minutos, tomar el sol con la cara cubierta, no digamos aparentar normalidad con el camarero cuando logra sentarse por fin y se dispone a darle el primer trago a la caña. ¿Sabrá como siempre? No. Hay que superar primero el miedo y el cargo de conciencia por tratar de disfrutar de la vida sin limitaciones externas. Quizá les haya tomado el gusto a las prohibiciones y ya no sepa vivir teniendo que salir de casa más allá de las compras imprescindibles, abducido durante horas por las pantallas, como tantos seres humanos fragmentados en celdas pixeladas. El urbanita suspira antes de armarse de valor, meter la mano en el bolsillo y sacar la pitillera. ¿Será capaz por fin de encender el cigarrillo burlando los miedos al cáncer y al coronavirus? Pues nunca lo sabremos. Nuestro urbanita carece de salvoconducto, y todavía está en casa, dudando si cruzar la puerta e imaginando lo que le ocurrirá, pues tampoco sabe en qué puñetera fase se encuentra.
IDEAL (La Cerradura), 24/05/2020

lunes, 18 de mayo de 2020

Tutankamón


Uno de los presupuestos del estado de alarma es la aplicación de medidas proporcionadas a las circunstancias, algo muy discutible si atendemos a las demandas contra el Gobierno que deberá resolver el Tribunal Supremo, basadas fundamentalmente en la suspensión del derecho a la libre circulación y a la residencia, aunque hay quien apunta a delitos como la prevaricación, el homicidio imprudente y la emisión del deber de socorro. Colectivos como el personal sanitario, sindicatos de funcionarios o policías y ciudadanos que han visto que lo que antes no era obligatorio ahora sí lo es. El bueno de Fernando Simón dijo el 29 de febrero que no había motivos para cancelar grandes eventos; el 4 de marzo que no tenía sentido cerrar colegios, y recuerdo que me gustó que les dijera a los periodistas que si su hijo le preguntaba si podía ir a la manifestación del 8 de marzo le contestaría que hiciera lo que quisiera. Pero claro, no es lo mismo decirle a la población que no es necesario el uso de mascarillas que decírselo al personal sanitario que atiende en urgencias a enfermos por el Covid-19. El estado de alarma no está previsto para vulnerar derechos fundamentales ni para que el Gobierno eluda la asunción de responsabilidades. Hay una emergencia sanitaria, es cierto, pero también la había cuando se convocó a una manifestación de 120.000 personas en Madrid, cuando Vox celebró un mitin en Vista Alegre con 9.000 –Ortega Smith no se alegrará ahora en el hospital- o cuando 5.000 aficionados del Atleti viajaron a Liverpool para celebrar el pase en la Champions. Hemos visto cómo lo que antes era una excesiva permisividad se ha transformado en escrúpulo, hasta el punto de querer crear una realidad falseada donde en el cine no habrá sexo y ni siquiera besos, con lo que quizá no vuelva a repetirse el final más bello de Cinema Paradiso, donde Totó ve por fin todas las escenas de amor que le censuraron en una época más terrible que esta. Porque esto no es una guerra, y los que tanto utilizan esa palabra deberían irse a hablar un rato con los abuelos que sobrevivieron a la guerra civil, si es que han logrado sobrevivir ahora al confinamiento en las residencias. Pero me gusta la solidaridad que ha despertado esta epidemia. E incluso el sentido del humor con el que hay quien compara la profanación de la tumba de Tutankamón con la de Francisco Franco. Menuda maldición. Y, como en el chiste, ahí lo dejo.
IDEAL (La Cerradura), 18/05/2020

lunes, 11 de mayo de 2020

Normalidad


Lo que más molesta de este Gobierno es el artificio de sus medidas y propuestas, cuando no el paternalismo, la infantilidad y la arrogancia con las que va creando más dificultades en vez de evitarlas. Vivimos en un estado de alarma democrática, como ilustran los diputados que se insultan llamándose “cacatúa”, como si estuvieran en el patio del colegio. Porque hay quien vive en la realidad –el personal sanitario, las fuerzas de orden público, los trabajadores de cementerios y funerarias- y los que no saben dónde viven, por lo que se mueven entre el aplauso y la cacerolada. La realidad es que entre esos mismos sanitarios hay más casos de contagios porque se ven obligados a cumplir su trabajo sin los medios adecuados. La realidad es que se ha confinado a la población para proteger a nuestros mayores, pero se ha dejado a esos mismos mayores que ya vivían confinados en residencias que mueran como chinches o en la calle con unas pensiones paupérrimas. La realidad es que el gasto militar de España en 2019 aumentó un 10%, 20.000 millones de euros que septuplican la cantidad necesaria para instaurar la renta básica, tan denostada por la clase que llama a parte de la población de la que viven parásitos, curiosamente el título de la última película premiada en los Oscar. La realidad es que España es un estado laico que parece ocupado por una secta progre de hijos de papá, esos que desparraman solidaridad en las redes sociales mientras compran en Amazon la última pijada de Apple y cuya religión mayoritaria es un egoísmo burgués, cuyos pilares son las poses, los selfis y el consumo, que es la carcoma del planeta. La realidad es que hay mucha más gente que muere diariamente de hambre que por coronavirus, y ahí están las cifras de los países de América Latina, dejados como siempre a su suerte. Y la realidad es que esto es un entrenamiento para lo que se avecina con el cambio climático, y que por mucho que nos quejemos no dependemos de las decisiones de los gobiernos nacionales, plurinacionales, europeos o internacionales, sino de lo que podamos hacer como ciudadanos. Para eso debemos exigir transparencia y participación, que es algo más que denunciar al vecino o asomarse a las ocho a las ventanas. La realidad es que este colapso se ha creado por una clase política incompetente que se estimula más el ombligo que la economía. Porque lo que se dice trabajar, van a trabajar los de siempre.
IDEAL (La Cerradura), 10/05/2020

martes, 5 de mayo de 2020

Como el santo Job


“Tienes más paciencia que el santo Job”, oía yo de pequeño; y me imaginaba al pobre hombre sufriendo por la sarna, atacado por los caldeos, perdiendo la cosecha y a sus hijos, y siendo además repudiado por su mujer, que probablemente estaba ya de él hasta el gorro, pero que necesitó la ayuda de Satanás para abandonarlo. No había visto nada el hombre, que sin embargo fue santo. Si lo hubieran encerrado más de cuarenta días en un apartamento con la familia al completo e incluyendo a su suegra, lo mismo la cosa no hubiera acabado tan bien. Pero Pedro Sánchez y Pablo Iglesias, que tienen su punto evangelista hablando, van a convertirnos a todos en santos. ¿Nos desahogaremos saliendo a correr? Parte del cabreo general tiene que ver con los eufemismos, desde la desescalada a la nueva normalidad, usados en un tono entre apocalíptico e infantiloide, como si en vez de políticos tuviéramos profetas, ni siquiera iluminados como Fernando Simón, que después de informar de la epidemia durante tantos días ha adquirido un aspecto de apóstol capaz de pasar en un instante del cielo al infierno. El desplome del PIB es el de nuestro ánimo, pero no sé qué esperaban después de paralizar la actividad económica. ¿Un milagro? Hay quien pierde la cabeza y lo paga con el alcalde, al que quiere abofetear. Al que detienen trece veces porque no entiende de confinamientos. Quien se lía una manta en la cabeza y mete a la familia en el coche camino de la playa y tiene que darse la vuelta en Otura, con otra multa que pagar. Quien ha estampado el móvil contra la pared, harto de tanto vídeo ñoño o idiota, de las llamadas de los que no tienen otra cosa que hacer o de los que confunden la solidaridad con el afán de protagonismo. Pero hay quien hace la vida de siempre, sin armar jaleo. El vecino que sale a dar su paseo diario sin mascarilla ni guantes, armado tan sólo con una bolsa de la compra, con la tranquilidad que le dan sus setenta y tantos años, esperando el día en el que vuelvan a abrir el bar, para tomar el aperitivo antes de llegar a casa. Me lo imagino pensando como el Guzmán de Alfarache: “Paciencia y sufrimiento quieren las cosas, para que pacíficamente se alcance el fin de ellas”. Quién lo oyera. También se ha dicho en España antes que la paciencia de los pueblos tiene su límite en la degradación.
IDEAL (La Cerradura), 3/05/2020