lunes, 8 de marzo de 2021

Tabernas

Hay un método infalible para acertar con un bar o una terraza, como es el caso: que las mesas estén ocupadas por personas de más de sesenta años. Eso suele significar un trato amable y profesional de los camareros, buenas tapas y un precio razonable. Y lo más importante: tranquilidad. Suelen ser bares de barrio, cerca de tiendas y colegios, lugares para ver pasar la gente y la vida. En una época como ésta, poco más se puede pedir. El temor al contagio y el encierro voluntario nos privan de lo más básico: la relación con otras personas, esas miradas de reconocimiento que nos explican la realidad. Algo tan cotidiano se ha convertido en un privilegio, y el mero hecho de respirar al aire libre parece un milagro. La gente camina, tú la observas y tienes conciencia del mundo. Lo demás da más o menos igual, te basta con saborear ese instante. El caso es que la ciudad está más vacía, más silenciosa, y la gente con la que te encuentras tiene menos cosas que hacer o nada que hacer, lo cual se convierte en algo esencial, pues equivale a tener que darle sentido a todo lo que te sucede, aunque no se trate de nada más que lo de costumbre. Cada día anuncian el cierre de un bar al que los vecinos iban a encontrarse, y la ciudad se va volviendo más inhóspita, menos familiar. La memoria es selectiva y caprichosa, y en el renovado trayecto vamos dejando por el camino conversaciones, sabores, anécdotas, momentos felices en los que no hay preocupaciones ni obsesiones, sólo una cucharada de arroz, un sorbo de vino, el oído cocina que se transforma en un chascarrillo, en una promesa de algo caliente. Ir a una buena taberna es como ir al teatro o al cine, una especie de catarsis, como explicaba el filósofo griego, porque nos centramos únicamente en la experiencia, que nos evade de nosotros mismos, siendo más nosotros que nunca, más livianos y atentos. En las bodegas Castañeda, por ejemplo, donde ya no te puedes apoyar en la barra, pero te sientas en una mesa para tomar el vermú y la tapa de asadura, los más intrépidos un trozo de tocino. Los pecados y las penitencias son personales, y hay quien anda diez kilómetros todos los días para poder justificar ese momento único. Un poco de pan, aceite y cecinas, que no hay colesterol que valga. Es lo que aseguran el camarero y el agradecido parroquiano. Y uno sale vacunado contra la rutina.

IDEAL (La Cerradura), 7/03/2021

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