Sólo
en un país donde no se ha condenado abiertamente la dictadura franquista y aún
se discute torpemente sobre dónde debería estar enterrado el dictador, a
alguien podía ocurrírsele proponer la beatificación de Francisco Franco. Algo
que hubiera provocado una carcajada antes de que VOX lograse doce escaños en el
Parlamento de Andalucía y 46.952 votos en la provincia de Granada, lo que ha
transformado esas sonrisas en una mueca en la cara de tiempo congelado. Pero es
que el nacionalcatolicismo ha sido la ideología imperante en España durante
cuatro décadas, y ése sí que fue un invento español, y no el autogiro de Juan
de la Cierva. Mientras en los países de nuestro entorno se desarrollaban las
democracias aconfesionales, aquí volvíamos a la Edad Media. Y allí sigue
anclada parte de la sociedad española, aunque las efigies de los santos de hoy
se erijan más en las redes sociales que en las iglesias. Los que desean el
advenimiento de otro iluminado que coja al toro ibérico por los cuernos y vuelva
a llevarlo al redil. Y el redil debería seguir siendo el Valle de los Caídos,
que ilustra hasta donde puede llegar la megalomanía de un maníaco y la
ignominia de un país. Pero hay otra parte de la población que simplemente está
harta de partidos y políticos que lo más parecido a una idea de España que
tienen es una veleta, pues cambian de propuestas según sople el viento
electoral, por lo que demuestran que no tenían ninguna idea previa. En Europa,
la cosa no pinta mejor, incluso en países como Francia o Alemania, donde sí se
ha fomentado una política de reconocimiento de los errores, pero que tampoco
escapan a una crisis económica que ha provocado una regresión de derechos
políticos y sociales. O en Italia, donde fascismo y populismo se han confundido
y unido para condenar al extranjero. Frente a esa tendencia, sólo cabe oponer
el progreso social. La aplicación efectiva de los derechos y libertades
recogidos en el Título I de la Constitución debería ser el punto de partida de
cualquier programa político en España, y los partidos y el propio sistema
democrático sólo resultarán creíbles si trabajan para promover políticas
sociales y el pleno empleo. En Europa, ésa es una labor de los Estados y del
Parlamento, no de la Comisión, que sólo cree en el sacrosanto mercado, de cuyas
leyes las élites económicas se siguen aprovechando. Más que santos o políticos
narcisistas, necesitamos buenos gestores de los recursos públicos y
comprometidos con los derechos humanos.
IDEAL (La
Cerradura), 16/12/2018
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