lunes, 28 de noviembre de 2022

Sanidad

Hasta hace poco, si había algo de lo que estábamos orgullosos en España –más allá de la imagen del rey pidiéndole a los jugadores de la selección de fútbol que “sigan cantando”- era de la sanidad pública. Frente a otros países presuntamente desarrollados como Estados Unidos, donde si no puedes pagarte un seguro privado te mueres en la calle, aquí ha sido el servicio público más importante. De hecho, no son pocos los ciudadanos europeos que venían a residir en España sólo por ese motivo. Sin embargo, las competencias en salud, junto al otro servicio público por excelencia, la educación, son actualmente de las comunidades autónomas, lo que podría explicar su declive. ¿Veremos a ciudadanos cambiar de residencia por cuestiones sanitarias? ¿Asistiremos (o asistimos ya) a una competición entre las comunidades en este ámbito, como ya ocurre en materia fiscal? ¿Huirán de Madrid para poder ir al médico los que se fueron allí para pagar menos impuestos? Privatizar el sistema público de salud es cambiar el modelo de Estado, que deja de ser social para convertirse en otra cosa, quizá en una caricatura norteamericana. Lo peor es que sean los propios profesionales sanitarios los que tengan que salir a manifestarse, acompañados de los ciudadanos, claro, que ven cómo se alargan las listas de espera de los especialistas o la mera atención primaria. Ocurre en Madrid, pero también en Sevilla o en Granada, donde se han convocado manifestaciones esta semana. La defensa de la sanidad pública es de las pocas cosas en las que la población está de acuerdo, y la mayor manifestación que se recuerda en esta ciudad, apática por excelencia, fue por sus hospitales. Así que haría bien Juanma Moreno en tomar buena nota, porque Andalucía empieza a manifestar los síntomas de un servicio público deficiente, con demasiados enfermos crónicos esperando a que los atiendan. Eso sí que es un “terror político y sindical”. Hay quien se muere de risa escuchando las declaraciones de la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, y hay quien simplemente se muere. Si la gente saliera a manifestarse también por unas comunicaciones dignas, no tendríamos dudas de que Granada acogerá la sede de la Agencia de Inteligencia Artificial ni nos arruinaríamos para salir de viaje o regresar a la ciudad. “Entonces volví a la ciudad a la que no volveré”, diremos como Justo Navarro al comienzo de la novela “El alma del controlador aéreo”. El colmo de vivir en Granada sería tener que coger un avión o un tren para ir al médico.

IDEAL (La Cerradura), 27/11/2022

lunes, 21 de noviembre de 2022

Leyes

Confundir la ideología con el derecho conlleva riesgos, fundamentalmente para los ciudadanos, y que un gobierno legisle sin tener claros los efectos que esas normas surten en los derechos y libertades individuales es más que un error garrafal, el síntoma de que se carece de formación para el cargo. Pero es peor aún que en su descargo se insulte a quien sí tiene la formación y preparación necesarias, como ha hecho la ministra Irene Montero con los jueces, que a diferencia de ella han alcanzado sus puestos después de ganar unas oposiciones cualificadas en las que tienen que demostrar su conocimiento del ordenamiento jurídico. Es el problema de creer que las ideas están por encima de las leyes, pues las normas también implican valores éticos y morales, los que inspiran las declaraciones internacionales de derechos y las constituciones democráticas como la española. Precisamente lo que echamos en falta de parte de nuestros políticos es la formación que sí se les exige a los jueces y a cualquier profesional que tenga un puesto de especial responsabilidad porque sus actuaciones pueden afectar a derechos de los ciudadanos, caso de abogados y médicos, pero también de otras profesiones como el periodismo en las que se aplican códigos deontológicos. El caso es que el Gobierno de España pierde toda su credibilidad cuando como órgano colegiado aprueba normas poco meditadas como las llamadas ley del “sí es sí” o la “ley trans” si sólo nacen de buenos propósitos y se aprueban desoyendo a la opinión experta. Lo que ha ocurrido ya con la primera puede aún evitarse con la segunda, y ojalá se evite con una tercera, la prevista reforma del delito de malversación pública, pues ya no es que perdería la credibilidad el Gobierno, sino también los partidos que lo sustentan y la misma clase política, pues malversador no es sólo el que se mete el dinero público en el bolsillo, como se nos cuenta, sino el que lo destina a un fin no previsto en el ordenamiento jurídico, que no por eso hay que cambiar. Otra vez la confusión de la ideología con el derecho, que es el que sostiene el sistema democrático. El argumento de que las ideas o las opiniones de los ciudadanos están por encima de las leyes es una falacia. Las leyes se aprueban o se reforman por su procedimiento parlamentario, precisamente para que se discutan con la profundidad necesaria y sin más urgencias que las constitucionales. Las buenas intenciones no hacen buenos políticos ni buenas leyes, que son más importantes.

IDEAL (La Cerradura), 20/11/2022

lunes, 14 de noviembre de 2022

Detalles

Según mi zapatero, no nos fijamos en los detalles. Por ejemplo, en que este año han muerto 12.000 personas más que el pasado, dato que el Ministerio de Sanidad no acierta a explicar. “Tiene que ver con las vacunas”, asegura. “¿A ti no te dan mareíllos de vez en cuando? Díselo al médico, verás como se queda callado”. “A lo mejor no sabe qué decir”, aventuro. “¿Que no sabe?” Manolo abre mucho los ojos y arruga la frente, que esconde pensamientos turbios. “Y si no, fíjate en los aviones”, continúa. Cuando pasan por las ciudades ya no echan humo blanco, sino una nube oscura que tarda en disiparse. A saber con lo que nos están regando”. Pienso en conspiraciones políticas, científicas y gubernamentales, en distopías varias. Y yo que creía que el de zapatero era un oficio de otra época, cuando estoy con un visionario. “¿Y mis botas?”, pregunto. “Eso sí que tiene arreglo. Mira, suelas nuevas, pegadas y cosidas. A ver si hace esto la ministra de Hacienda con las cuentas públicas. Esa sólo sabe de cifras, pero no cuenta nada de los extraterrestres”. “¿Extraterrestres?” “Ya viven entre nosotros. ¿No te das cuenta? Por eso van matándonos poco a poco. ¡A cuidarse!”, concluye después de cobrarme diez euros. Cuando salgo a la calle no puedo evitar empezar a fijarme en la gente del barrio. ¿Cuántos serán marcianos? No me extrañaría que lo fuera ese hombre de ojos saltones que siempre parece sorprenderse al verme, aunque llevemos cruzándonos por la misma calle unos veinte años, o la señora que va hablando sola mientras mira al suelo y evita cuidadosamente pisar las rayas de las baldosas de las aceras, o incluso la farmacéutica, que cuando compro paracetamol me mira como a una persona sospechosa, un enfermo potencial de coronavirus, contagioso, aunque al entrar al local me haya puesto la mascarilla. Quizá tenga razón el zapatero, pues desde la pandemia nos hemos vuelto recelosos, y vemos conspiraciones por todas partes, aunque las provoquen unos seres minúsculos que se introducen en nuestras vías respiratorias y nos causan fiebre, tos, estornudos y escalofríos. “¡Cuánta imaginación!”, me dice en la panadería Sara, a la que le cuento mi experiencia con Manolo, y que me cobra un euro por una barra. “Pues sí que ha subido, ¿no?”, le digo. “¿El qué, la temperatura?” “No, el pan”. Y ahora es ella la que abre mucho los ojos para decirme: “Es que nos cuesta hacerlo un 50% más”. Así que me vuelvo a casa para meditar sobre nuestra vida estratosférica.

IDEAL (La Cerradura), 13/11/2022

lunes, 7 de noviembre de 2022

Polarizados

Cada época tiene sus palabras, y la actual abusa de los eufemismos, como el que titula este artículo, para hablar de un país (o de las dos Españas, como lo entendía Antonio Machado) que sigue siendo cainita o guerracivilista (otra palabra fea), según la generación a la que nos refiramos. El caso es que no se puede hablar de ciertos temas, porque se ve que esta es una sociedad inmadura que prefiere obviar las cuestiones importantes, como los padres que todavía se ponen a sudar cuando sus hijos les hablan de sexo, aunque esos hijos o hijas o hijes vivan en otra realidad a la que se refiere la llamada Ley Trans, por ejemplo, y que en los supuestos adultos despierta demasiadas frustraciones infantiles y, sobre todo, mucha polémica. Porque de lo que se trata es de tener razón, no de argumentar y profundizar en las razones, y por eso tantos años después no se puede hablar sin tapujos de la guerra civil, de la dictadura o de la transición, cuando la mayoría de los que se rasgan las vestiduras las desconocen. Al parecer, nuestros políticos no leen (y no se trata de que Alberto Núñez Feijóo o Pedro Sánchez citen mal a autores en discursos o trabajos que otros les han escrito previamente), pero tampoco parte de los periodistas, escritores, profesores e intelectuales que opinan en los medios de comunicación. O mejor dicho, sólo leen a los que defienden su mismo discurso o los discursos de las empresas para las que trabajan. A los demás los califican de tercera o los insultan directamente, en un país en el que se habla demasiado del delito de sedición y poco del de injuria, que no está legitimado por la libertad de expresión. La violencia que hay implícita en plataformas como Twitter, pero también en las columnas o artículos que se leen en periódicos supuestamente serios, en programas de radio y televisión, en el Congreso y en los diecisiete parlamentos autonómicos e incluso en algunos ámbitos académicos y culturales es inadmisible, o debería serlo en un país civilizado, culto y pacífico; es decir, democrático. Luego nos extrañamos de que haya jóvenes que quemen contenedores en la noche de Halloween o que conviertan las calles en un campo de batalla, cuando no otra cosa parece ser nuestra vida pública en general, con honrosas excepciones. Los bonos culturales son un buen invento, y deberían ser universales. Leemos poco, estudiamos menos y nos desinformamos mucho. Pero cómo nos odiamos, empezando por nosotros mismos.

IDEAL (La Cerradura), 7/11/2022