Nuestra
pobreza cultural se muestra en las simplezas del debate político: mayor
polaridad y extremismo, ausencia de debates con propuestas e ideas concretas.
En España, la situación de Cataluña y Madrid se revela paradigmática. Los
otrora motores económicos y culturales del país viven, con elecciones o sin
ellas, en una campaña permanente de descrédito del adversario y una confrontación
que poco tienen que ver con los intereses de los ciudadanos. En Cataluña, el
independentismo pretende la exclusión de quienes no comparten su ideario, ya se
trate de los agentes de los cuerpos de seguridad el Estado, a los que no se quiere
vacunar, o de los propios ciudadanos, en una especie de nuevo apartheid de los
que llaman españoles, como si ellos no lo fueran, aunque se trate de personas
que contribuyen al desarrollo de la sociedad catalana, como Javier Cercas,
condenado públicamente por el aparato secesionista por el mero hecho de decir
lo que piensa, primer requisito del Estado democrático. Y en Madrid, la campaña
electoral ha mostrado ya demasiados esperpentos, como el de Rocío Monasterio haciendo
de banderillera bajo la mirada aprobadora del hombre-puro (es lo que fumaba)
Santiago Abascal; o el de Isabel Díaz Ayuso, permanente tonadillera; con Ángel
Gabilondo liándose con la concentración y dispersión del centro izquierda y
Pablo Iglesias confundiendo los intereses de la izquierda con los de su propio
partido. Y Pedro Sánchez, claro, interviniendo en la campaña como si fuera el
candidato del PSOE a la comunidad en vez del presidente del Gobierno de España.
Lo de Vox y el cartel sobre los Menas es un tema aparte. Un partido que utiliza
una campaña electoral para incitar al odio debería ser ilegal, como lo es la
exaltación del nazismo en Alemania. Los derechos humanos obligan a los países a
la protección de los menores, independientemente de su procedencia o
nacionalidad. Y los partidos políticos que ignoran los derechos humanos no
deberían existir, simplemente, porque son los derechos y libertades
fundamentales de las personas los que legitiman la existencia de esos partidos
y de las democracias. Mientras tanto, la gente se muere por la Covid-19 o por
las consecuencias económicas de la gestión de la pandemia. Pero los principales
medios de comunicación dedican sus editoriales a la Superliga, que es lo que
parece inquietar más en un país donde la gente prefiere obviamente las
contiendas futbolísticas a las políticas. Se ve que podemos prescindir de los
cargos políticos, pero no de las estrellas del balón. Cerrada la cultura, estos
son nuestros espectáculos públicos.
IDEAL (La Cerradura), 25/04/2021