Nos apretamos en el autobús, mientras el conductor deja que siga
subiendo gente. Es una ruta concurrida en el área metropolitana, y se ve que todos
tenemos prisa por llegar a trabajar. Aunque la realidad es que no veo nada. La
maraña de cuerpos es prácticamente impenetrable. Mi vecino de asiento ha optado
por echarse un sueño con la cabeza sobre las rodillas, lo que ha aprovechado
otro que iba de pie en el pasillo para apoyarse sobre su espalda y poner la
cabeza casi junto a la mía, que mantengo rígida para evitar el contacto con el
pasajero de delante y el de atrás, que no sé por qué se inclina también hacia
mí, como si todos personificasen la amenaza de un futuro catastrófico. ¿Dónde
está la distancia de seguridad? ¿Dónde están las mascarillas? Como una letanía
se suceden las toses y los estornudos, esa especie de solidaridad que inunda a
la muchedumbre cuando comparte espacios reducidos, y como aquí no hay motivos
para aplaudir, el mimetismo consiste en que se acompasen carraspeos y
expectoraciones y los cuerpos al balanceo del vehículo, lo que hace que unos
nos echemos encima de otros, rozándonos, tocándonos, contaminándonos, miembros
de una única familia unida por virus de toda índole. Será la razón por la que
cuando llegamos al centro y las puertas por fin se abren, somos expulsados como
si saliéramos del útero materno y la necesidad de respirar haga que nos
traguemos ansiosamente los gases de la contaminación que rodea el Palacio de
Congresos. Ni siquiera me da tiempo a pensar si habrán tomado nota de esto los participantes
en las sucesivas cumbres políticas y empresariales que han visitado la ciudad
últimamente, pues vuelvo a ser arrastrado por la corriente, esta vez con
codazos y empujones que casi me hacen añorar los bostezos y los alientos
retestinados que flotaban en el autobús, porque ya sólo faltan diez minutos
para las ocho de la mañana. ¿No se iba a acabar el mundo? ¿No iba tan mal
España? ¿Adónde va la gente con tanta prisa? En contra de mis pronósticos la
marea humana desemboca en una cafetería, donde en menos de cinco minutos devora
medias tostadas de aceite y tomate, cafés, cola caos y churros antes de volver
a salir en estampida, ahora sí, cada uno por su lado, hacia la puerta de las
respectivas oficinas. Ya se les echa de menos. Llueve y han bajado las
temperaturas. Nos hemos quedado solas, pero con el mismo resfriado, las demás
sardinas y yo.
IDEAL (La Cerradura), 29/10/2023