Resulta penoso comprobar cómo en la sociedad de la información
abundan las formas de censura y, lo que es peor, de autocensura. La corrección
de las obras de Roald Dahl para no ofender presuntamente a gordos, negros,
calvos y otros adjetivos que antes sólo eran adjetivos, resultaría ridícula en
otra época, pero no en ésta, donde lo único que impera es lo políticamente
correcto, aunque nadie sepa en qué consiste a ciencia cierta. Puede ser lo que
se le ocurra a la ministra de Igualdad o a los asesores del presidente del
Gobierno, a algún “influencer” o cualquier mago de las redes sociales, ese
reino de la apariencia. ¿Qué diría Roald Dahl sobre esas correcciones? ¿Qué
diría Óscar Wilde? “Es al espectador, y no a la vida, a quien refleja realmente
el arte”, escribía en el prólogo de “El retrato de Dorian Gray”. Pero en una
sociedad que valora tanto la imagen pública, la libertad, paradójicamente,
parece haber desaparecido. ¿Quién se muestra como es en vez de como los demás
quieren que sea? Si en un minuto y al mismo tiempo se concentraran políticos y
ciudadanos para pensar y hacer lo que realmente quieren y no lo que creen que
quieren los demás, este país progresaría mucho. En realidad, el lenguaje es de
nuestras madres y nuestros padres, y somos que lo que ellos nos contaron y
fabularon. Por eso el mejor español no se habla en España, sino en América
Latina, no sólo por el número de hablantes, sino porque allí (que es también
aquí) no se han perdido aún la imaginación y la ilusión, que son el pan de cada
día. Roald Dahl tenía una cara enigmática, de tipo inteligente, que tal vez
hubiera levantado las cejas con escepticismo al ver cómo algunos de sus
editores traicionaban su obra. Quizá porque editores, lo que se dice editores,
hay pocos, si entendemos la edición como un trabajo de difusión de la cultura y
la inteligencia. Ahora abundan los empresarios del entretenimiento, que
confunden las ideas con las cifras, lo que nos vale para certificar los
derechos de autor o los programas electorales. Lo terrible es cuando esas pajas
mentales se convierten en violadores que salen de la cárcel o en libros que
convierten nuestra mente en una cárcel. ¡Ay, el lenguaje! Qué sería de nosotros
si no pudiésemos hablar. Pues a eso vamos. Si no se puede hablar, tampoco se
puede pensar. Tenemos una especie de Putin en nuestras cabezas. Dando mítines
para sí mismo con un auditorio comprado. Lo que llamábamos democracia.
IDEAL (La Cerradura), 26/02/2023