Cada
año asistimos a la misma ceremonia, tomamos las uvas y quemamos nuestro viejo
yo para que renazca el nuevo, que, sin embargo, es el mismo tipo de siempre, al
que ciertamente le han crecido la nariz y las orejas y va perdiendo pelo, pero
que nos mira con la misma cara de gamberro desde que tenía, aproximadamente,
cinco años. Con cada año nuevo el cuerpo va arrugándose, ensanchándose,
encorvándose, añadiendo todos esos “ándose” que nos suenan a caminata y nos
hacen añorar la dorada juventud. Pero aquellos paisajes son en realidad una
naturaleza muerta que no resiste el análisis del adulto de hoy, avergonzado de
la estupidez con que vino al mundo, aunque siga fascinado por aquella belleza.
Lo sabía bien Óscar Wilde, y cuando releo El
retrato de Dorian Gray no deja de asombrarme la genialidad con la que el
autor irlandés habla de la belleza y los estragos del placer, del cinismo y la
inteligencia, de la posibilidad de que nuestra vida sea una llamarada que no
consuma la vela de nuestro cuerpo.
Porque si es nuestro retrato quien envejece,
si es nuestro reflejo quien sufre los estragos de nuestros vicios y nuestros
crímenes, si toda la responsabilidad de nuestros pecados y nuestra culpa recae
en ese otro alter ego que nos acompaña, si es él quien ha sufrido el amor y la
consumación del sexo; entonces, es que hemos expulsado a nuestro demonio
interior, y es ya ese daimon quien nos mira y contempla nuestro retrato, que
permanecerá inalterable aunque vayamos estrenando almanaques y pasando una tras
otra las hojas del calendario. El retrato
de Dorian Gray fue leído como un relato inmoral en la sociedad victoriana,
e incluso el cínico Óscar Wilde (alter ego de Lord Henry), se sintió obligado a
cambiar el final original, donde Dorian no moría tras apuñalar su retrato. Con
todo, El Daily Chronicle del 30 de junio de 1890 señalaba que la novela de
Wilde tiene un elemento que mancharía
cada mente joven que se pusiera en contacto con ella. Tal vez porque lo que
nos atrae del personaje es la posibilidad de vivir como queramos sin ninguna
consecuencia, erradicando la noción de castigo y culpa tan propios de la
educación cristiana.
Pero
lo mejor de El retrato de Dorian Gray es
el lenguaje. Como podemos leer en el prefacio, los libros no son morales ni inmorales; los libros están bien o mal
escritos, simplemente. La reflexión que hace Wilde sobre el realismo y el
romanticismo, es la que hacemos nosotros con el nuevo año. La rabia que
sentimos al ver y no ver nuestra cara en el espejo, porque la vida, como el
arte, es superficie y símbolo. Aunque quizá sea nuestra alma la que envejece mientras
nuestro cuerpo se renueva cada año, como le ocurría a Dorian Gray. El 2014 es
ahora un niño que tendrá una vida de doce meses. Puede parecer poco tiempo,
pero es suficiente para tener un hijo, para escribir un libro, ojalá lo sea
para enterrar la miseria del 2013. En todo el mundo la gente ha celebrado una
nueva vida y ha enterrado la vieja. Las calles de la ciudad donde vivo
actualmente se incendiaron en fin de año con la efigie de viejos hechos de
cartón y paja, que ardieron en los barrios y en las calles, a la puerta de las
casas, invadidas por la ceremonia de la destrucción y el renacimiento de las
propias cenizas.
Si
cogemos todas las fotos que nos han hecho a lo largo de nuestra vida, podemos
hacer un experimento. Desde la más reciente a la más antigua, vaya
superponiendo una foto encima de la otra, hasta completar los fragmentos de su
personalidad. ¿Le sonríe acaso ese bebé que tiene delante? ¿Llora? Tal vez sea
una sonrisa cómplice, de reconocimiento, o quizá se trate de una sonrisa
sardónica. Porque ese bebé sabe perfectamente quién es usted. Parece un truco
de magia.
El Mundo de
Andalucía (Viajero del tiempo), 3/01/2014