Cada época tiene sus palabras, y la actual abusa de los eufemismos,
como el que titula este artículo, para hablar de un país (o de las dos Españas,
como lo entendía Antonio Machado) que sigue siendo cainita o guerracivilista
(otra palabra fea), según la generación a la que nos refiramos. El caso es que
no se puede hablar de ciertos temas, porque se ve que esta es una sociedad
inmadura que prefiere obviar las cuestiones importantes, como los padres que
todavía se ponen a sudar cuando sus hijos les hablan de sexo, aunque esos hijos
o hijas o hijes vivan en otra realidad a la que se refiere la llamada Ley
Trans, por ejemplo, y que en los supuestos adultos despierta demasiadas
frustraciones infantiles y, sobre todo, mucha polémica. Porque de lo que se
trata es de tener razón, no de argumentar y profundizar en las razones, y por
eso tantos años después no se puede hablar sin tapujos de la guerra civil, de
la dictadura o de la transición, cuando la mayoría de los que se rasgan las
vestiduras las desconocen. Al parecer, nuestros políticos no leen (y no se
trata de que Alberto Núñez Feijóo o Pedro Sánchez citen mal a autores en
discursos o trabajos que otros les han escrito previamente), pero tampoco parte
de los periodistas, escritores, profesores e intelectuales que opinan en los
medios de comunicación. O mejor dicho, sólo leen a los que defienden su mismo
discurso o los discursos de las empresas para las que trabajan. A los demás los
califican de tercera o los insultan directamente, en un país en el que se habla
demasiado del delito de sedición y poco del de injuria, que no está legitimado
por la libertad de expresión. La violencia que hay implícita en plataformas
como Twitter, pero también en las columnas o artículos que se leen en
periódicos supuestamente serios, en programas de radio y televisión, en el
Congreso y en los diecisiete parlamentos autonómicos e incluso en algunos
ámbitos académicos y culturales es inadmisible, o debería serlo en un país
civilizado, culto y pacífico; es decir, democrático. Luego nos extrañamos de
que haya jóvenes que quemen contenedores en la noche de Halloween o que
conviertan las calles en un campo de batalla, cuando no otra cosa parece ser
nuestra vida pública en general, con honrosas excepciones. Los bonos culturales
son un buen invento, y deberían ser universales. Leemos poco, estudiamos menos
y nos desinformamos mucho. Pero cómo nos odiamos, empezando por nosotros mismos.
IDEAL (La Cerradura), 7/11/2022
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