Según mi zapatero, no nos fijamos en los detalles. Por ejemplo, en
que este año han muerto 12.000 personas más que el pasado, dato que el Ministerio
de Sanidad no acierta a explicar. “Tiene que ver con las vacunas”, asegura. “¿A
ti no te dan mareíllos de vez en cuando? Díselo al médico, verás como se queda
callado”. “A lo mejor no sabe qué decir”, aventuro. “¿Que no sabe?” Manolo abre
mucho los ojos y arruga la frente, que esconde pensamientos turbios. “Y si no,
fíjate en los aviones”, continúa. Cuando pasan por las ciudades ya no echan
humo blanco, sino una nube oscura que tarda en disiparse. A saber con lo que
nos están regando”. Pienso en conspiraciones políticas, científicas y
gubernamentales, en distopías varias. Y yo que creía que el de zapatero era un
oficio de otra época, cuando estoy con un visionario. “¿Y mis botas?”,
pregunto. “Eso sí que tiene arreglo. Mira, suelas nuevas, pegadas y cosidas. A
ver si hace esto la ministra de Hacienda con las cuentas públicas. Esa sólo
sabe de cifras, pero no cuenta nada de los extraterrestres”.
“¿Extraterrestres?” “Ya viven entre nosotros. ¿No te das cuenta? Por eso van
matándonos poco a poco. ¡A cuidarse!”, concluye después de cobrarme diez euros.
Cuando salgo a la calle no puedo evitar empezar a fijarme en la gente del
barrio. ¿Cuántos serán marcianos? No me extrañaría que lo fuera ese hombre de
ojos saltones que siempre parece sorprenderse al verme, aunque llevemos
cruzándonos por la misma calle unos veinte años, o la señora que va hablando
sola mientras mira al suelo y evita cuidadosamente pisar las rayas de las
baldosas de las aceras, o incluso la farmacéutica, que cuando compro
paracetamol me mira como a una persona sospechosa, un enfermo potencial de
coronavirus, contagioso, aunque al entrar al local me haya puesto la
mascarilla. Quizá tenga razón el zapatero, pues desde la pandemia nos hemos
vuelto recelosos, y vemos conspiraciones por todas partes, aunque las provoquen
unos seres minúsculos que se introducen en nuestras vías respiratorias y nos causan
fiebre, tos, estornudos y escalofríos. “¡Cuánta imaginación!”, me dice en la
panadería Sara, a la que le cuento mi experiencia con Manolo, y que me cobra un
euro por una barra. “Pues sí que ha subido, ¿no?”, le digo. “¿El qué, la
temperatura?” “No, el pan”. Y ahora es ella la que abre mucho los ojos para
decirme: “Es que nos cuesta hacerlo un 50% más”. Así que me vuelvo a casa para
meditar sobre nuestra vida estratosférica.
IDEAL (La Cerradura), 13/11/2022
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