En
Granada se ha instalado un verano perpetuo, aunque hay cosas que no cambian. O
quizá cambien de una manera sutil, pues si uno se fija, son muchos más los
mendigos que duermen a la intemperie en las calles y plazas de la ciudad. En
invierno, ocupan cajeros, callejones, contenedores, lugares protegidos. En
verano duermen tumbados en bancos, y a veces, en mitad de una plaza, encima de
los cartones y la manta con que se cubren durante el invierno. Los veo por la
mañana, muy temprano, y me admira la tranquilidad de su sueño, porque ya lo han
perdido todo y saben que las calles no tienen conciencia. Pero me sorprende
encontrar chabolas en lugares insospechados, junto a la circunvalación, por
ejemplo, en el Camino de las Vacas, entre la Vega y el Barrio de la Juventud,
cerca del colegio de los Agustinos y del instituto Ramón y Cajal, en una de las
zonas más nuevas de Granada. Pero esta chabola no está habitada por mendigos,
sino por una familia trabajadora, pues veo a los hombres recorrer los barrios
en triciclos en busca de cobre y cachivaches, y a las mujeres barrer la tierra
de la puerta, como si se tratara de un chalé. Sólo que éste tiene el techo y
las paredes de hojalata y plásticos, que deben convertir el interior en un
infierno durante el día. En verano, la gente huye a la playa o al campo, y los
mendigos aprovechan para habitar lugares mejores, como esa mujer de setenta
años que ha dormido en la Caleta, y que podía gritar de madrugada “La plaza es
mía”, aunque pasara la mayoría de las horas tumbada, hablando sola. O como ese
grupo que pasa las noches cerca de la estación de trenes (esos vehículos
fantasmales en Granada), y que durante el día se turnan para dirigir el tráfico
de la calle Halcón, mientras los demás beben en la sombra. Pero luego hay otra
gente que vive en la pobreza de sus casas, y que por la mañana, cuando otros hacen
deporte, recorren las huertas de la Vega en busca de comida. Repasan una y otra
vez las ramas de los árboles frutales que asoman por las tapias de las casas,
ignorando los ladridos de los perros, recolectando peras y manzanas; entran en
los huertos con bolsas de plástico y, antes de que la ciudad despierte, vuelven
a casa con su botín: algunas patatas, cebollas y tomates. Y hay quien nunca
buscará nada, ni pedirá ayuda. La ciudad contiene todas las derrotas.
IDEAL (La
Cerradura), 11/09/2016
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