Acabadas
las negociaciones por la alcaldía, el hombre miraba por la ventana de su casa.
De hecho, ahora sólo miraba por la ventana. Porque llevaba demasiado tiempo sin
prestar atención a las cosas. Era casi un reto. Asomarse y fijarse en lo que
hacía la gente. Españoles. Cristianos. Musulmanes. Judíos. Conductores que
paseaban en todoterrenos por una ciudad pequeña. “Menas” (Menores Extranjeros
No Acompañados) que hacían su ronda habitual por los contenedores de basura.
Nadie sabía a ciencia cierta de dónde salían tantos “menas”. O bien sus padres
los dejaban en la frontera o bien ellos dejaban a sus padres para cruzar una,
dos, tres, cuatro, quién sabe cuántas fronteras. Para el caso, él podía verlos
sentados ante la puerta de los supermercados durante el día y, por la noche,
durmiendo sobre cartones tirados en mitad de la calle; a veces, en el portal de
su propia casa. Eso era lo que él veía, y lo demás –la campaña electoral, las
traiciones de sus compañeros de partido, todas las mentiras- podía muy bien
olvidarlo. La vista no cambiaba al menos hasta las nueve o las diez de la
noche, cuando todo el mundo se encerraba en su casa. Menos los “mena”, claro, y
los vagabundos que vivían junto a los contenedores. Durante la jornada –también
ellos cumplían su horario-, metían palos largos para sacar las botellas de
plástico una a una, las ataban por el asa con cuerdas hasta formar lo que
parecía sobre sus espaldas la casa transparente de un caracol, pero la verdad
es que su casa estaba en los propios contenedores, a su abrigo o incluso en el
interior. El hombre lo sabía porque una noche le había sido devuelta una bolsa
de basura junto a una maldición. Como una cámara oculta que graba cómo alguien
se esconde en un contenedor y que en realidad no tiene ninguna gracia. Pero los
ojos del hombre asomado a la ventana eran su propia cámara. Creía haber visto
muchas cosas en su vida, y haber memorizado unas pocas. Pero tenía que
reconocer que ahora veía muchas más cosas. “Dichoso tú que puedes cambiar la
vista de tu ventana”, le había dicho una compañera para consolarle cuando dejó
el consistorio. Bueno, según. Algunas vistas no eran agradables, esos niños y
hombres ya mayores rebuscando alimentos entre la basura. No había que irse muy
lejos para ver ese otro mundo. Bastaba con quedarse en casa, asomado a la
ventana y suspirando de tristeza, autocompasión y un profundo alivio. A una
prudente distancia.
IDEAL (La Cerradura), 16/06/2019
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