Lamentablemente,
las redes sociales nos permiten conocer a todas aquellas personas que no
querríamos conocer, como todos esos asesinos potenciales que se han alegrado de
la muerte de la presidenta de la Diputación de León. Y lamentablemente, no a
todas esas bestias se las condenará, como mínimo, por un delito de injurias con
publicidad. Pero, desde luego, las redes sociales han servido para que muchos
se muestren como son, aunque luego hayan pedido disculpas. Me refiero a algunos
rivales políticos de la difunta, que deberían buscarse otro trabajo. Las redes
sociales se caracterizan por su inmediatez, y demasiada gente las utiliza para
decir lo primero que se les pasa por la cabeza, sin la más mínima reflexión. ¡Y
hay que ver lo que se les pasa por la cabeza! Con que mejor que no utilicen las
redes sociales, pero que tampoco se dediquen a la política. Sin embargo, esta
semana me han sorprendido también los comentarios de algunos periodistas, que
han aprovechado la triste muerte de Isabel Carrasco para denunciar la inquina e
incluso el odio de un sector de la población hacia la clase política. No,
disculpen, no se le tiene inquina a la clase política, sino a los que hacen una
política de clases. Y a los que utilizan la política para su lucro personal.
Luego hay políticos admirables que trabajan con responsabilidad, pero la
mayoría de la gente no los conoce. ¿Será por los casos de corrupción sobre los
que día sí, día no, informan esos mismos periodistas? Y no son casos aislados,
sino, al parecer, la práctica generalizada en cualquier administración
territorial española, afectando a todos los partidos políticos, pero, sobre
todo, a los ciudadanos, que con sus tributos sufragan todos los gastos de la
Administración pública, sean legales o no. Así ha sido al menos en los últimos
años. Y a las cosas hay que llamarlas por su nombre. Pues quizá la mitad de los
casos de corrupción que hay en España no se producirían si, en vez de utilizar
eufemismos, empleásemos la palabra adecuada. Pero en este país, desde la Transición,
estamos acostumbrados a lo contrario. Incluso a no condenar ni denunciar nada,
sino a un silencio cómplice que equivale a aquiescencia. Una cosa es la
corrupción, y otra el asesinato. Pero podemos condenar a esa parte de la clase
política que consiente la corrupción; y, por supuesto, debemos condenar a todos
aquellos que fomentan la violencia y el asesinato. Otra cosa es la estupidez
reinante, que no está amparada por la libertad de expresión.
IDEAL
(La Cerradura), 18/05/2014
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