Estamos
creando una sociedad de solitarios, que navegan por las redes sociales, sí,
pero que también trabajan, pasean o descansan solos. El otro día hice un alto
para comer y entré en un restaurante asiático de Granada. Y cuál no fue mi
sorpresa cuando vi que todos los clientes estaban sentados en mesas
individuales. Y todos eran hombres, exactamente ocho hombres solos. Vaya
fiesta. Menos mal que a la media hora entró una pareja que le dio un poco de
alegría al local. Durante un rato. Porque poco después empezaron a discutir. No
discutían sobre política ni sobre la actualidad, sino por las costumbres de uno
y otro. Estaban hartos mutuamente. De que uno quisiera salir cuando el otro no.
De que uno (adivinen quién) comprase “guarradas” (sic) para la cena y sólo le
gustase sentarse en el sofá ante la tele y atiborrarse de cervezas. Que si la
familia y la comida del domingo. Que si tus amigotes. Que si machista o
feminista. Que si cada día te pareces más a tu madre. No sé si la música
ambiente –un gong melódico y constante, como una gota de agua sobre tu cabeza-
contribuiría a ello, pero la chica terminó levantándose y dejó al chico
plantado. “¡Se acabó!”, dijo. El resto de los comensales asentimos con la
cabeza casi automáticamente, pensando: “Bienvenido al club”. Porque yo también
había ido a comer solo, lo confieso, y todos asistíamos a la discusión como a
un espectáculo, aunque disimuláramos mirando nuestro plato. “¿Será que vamos
solos a comer para hacer lo que nos da la gana?”, pensé. Pues la verdad es que
estábamos solos, sí, pero ahora éramos ya diez hombres aparentemente felices
atiborrándonos de rollitos, arroz, carne y cerveza, todas esas cosas que
nuestras parejas suelen eliminar –por nuestro bien- de la dieta. De hecho,
solos, tantos hombres desgraciados repetíamos alegremente platos y bebidas,
aunque aún no éramos amigotes. Aún. Hasta que al último hombre del club, que
acababa de ser abandonado por su pareja y no hacía otra cosa que pedir cervezas,
no se le ocurrió otra cosa que compartir su pena e invitar a los demás a una
ronda. Para qué queríamos más. Brindis, cánticos y gritos de libertad a lo
William Wallace resonaron en el local, sobre todo cuando a la celebración
espontánea se unieron un cocinero y dos camareros, para estupor de la dueña del
restaurante, que nos gritaba en chino, por lo que tampoco es que nos importase
demasiado. Eso sí, todos nos quedamos sin postre.
IDEAL
(La Cerradura, 18/01/2015)
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