Nuestro
nivel emocional debe estar rozando el colapso, a juzgar por cómo los medios de
comunicación presentan sus noticias. Hace ya muchos años que Lipovetsky
denunció los efectos del shock y la puesta en escena emocional de los
contenidos informativos como una práctica opuesta al ejercicio ético del
derecho a la información, pero hasta él se hubiera sorprendido esta semana al
ver las ediciones digitales de los periódicos o los informativos de televisión.
Porque buena parte de ellos abrían con la noticia del accidente del avión de la
compañía boliviana LaMia que transportaba al equipo de fútbol brasileño
Chapecoense, en el que perdieron la vida 71 personas, pero lo curioso es que
todos ofrecían el vídeo de los últimos minutos de vida de los jugadores antes
de la catástrofe. Y luego lo repetían una y otra vez a medida que completaban
la información, como si no nos hubiéramos dado cuenta ya la primera de que se
trataba de un recurso sensacionalista y lamentable. Como hubiera dicho
Kapucinski, “el mundo de los negocios ha descubierto que la verdad no es
importante, y que ni siquiera la lucha política es importante: que lo que
cuenta, en la información, es el espectáculo”. Y tal vez no se esté hablando lo
suficiente del papel de los medios de comunicación en la sociedad de hoy, del
abandono generalizado de la información de calidad, desligada de la cultura, de
la ausencia de espacios de reflexión y opinión no sensacionalista y de la
confusión existente entre inmediatez y pobreza informativa. Pero cuando la
información es un producto como cualquier otro se trata a los ciudadanos como
consumidores, y no como ciudadanos responsables, por lo que puede que también
tenga que ver este empobrecimiento de la oferta informativa con la actualidad
política, con el voto masivo a personajes como Trump en USA, Marine Lepen en
Francia, Nigel Farage en Gran Bretaña y en España a otros de cuyo nombre no voy
a acordarme. En las constituciones europeas el derecho a la información y la
libertad de expresión están configurados como la base para que exista una
opinión pública libre y, por tanto, la propia democracia, con una población
implicada en los procesos democráticos. Pero ¿cuáles son los niveles de
abstención en nuestras elecciones? ¿Y a quiénes votarán los que votan, si buena
parte de los medios no informan, sino que vomitan? Y qué decir de nuestros
jóvenes políticos. El Congreso y los medios tienen algo en común: se han
convertido en supermercados del entretenimiento y la banalidad.
IDEAL (La
Cerradura), 4/12/2016
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