Uno
de los presupuestos del estado de alarma es la aplicación de medidas
proporcionadas a las circunstancias, algo muy discutible si atendemos a las
demandas contra el Gobierno que deberá resolver el Tribunal Supremo, basadas
fundamentalmente en la suspensión del derecho a la libre circulación y a la
residencia, aunque hay quien apunta a delitos como la prevaricación, el
homicidio imprudente y la emisión del deber de socorro. Colectivos como el
personal sanitario, sindicatos de funcionarios o policías y ciudadanos que han
visto que lo que antes no era obligatorio ahora sí lo es. El bueno de Fernando
Simón dijo el 29 de febrero que no había motivos para cancelar grandes eventos;
el 4 de marzo que no tenía sentido cerrar colegios, y recuerdo que me gustó que
les dijera a los periodistas que si su hijo le preguntaba si podía ir a la
manifestación del 8 de marzo le contestaría que hiciera lo que quisiera. Pero
claro, no es lo mismo decirle a la población que no es necesario el uso de
mascarillas que decírselo al personal sanitario que atiende en urgencias a
enfermos por el Covid-19. El estado de alarma no está previsto para vulnerar
derechos fundamentales ni para que el Gobierno eluda la asunción de
responsabilidades. Hay una emergencia sanitaria, es cierto, pero también la
había cuando se convocó a una manifestación de 120.000 personas en Madrid,
cuando Vox celebró un mitin en Vista Alegre con 9.000 –Ortega Smith no se
alegrará ahora en el hospital- o cuando 5.000 aficionados del Atleti viajaron a
Liverpool para celebrar el pase en la Champions. Hemos visto cómo lo que antes
era una excesiva permisividad se ha transformado en escrúpulo, hasta el punto
de querer crear una realidad falseada donde en el cine no habrá sexo y ni
siquiera besos, con lo que quizá no vuelva a repetirse el final más bello de
Cinema Paradiso, donde Totó ve por fin todas las escenas de amor que le
censuraron en una época más terrible que esta. Porque esto no es una guerra, y
los que tanto utilizan esa palabra deberían irse a hablar un rato con los abuelos
que sobrevivieron a la guerra civil, si es que han logrado sobrevivir ahora al
confinamiento en las residencias. Pero me gusta la solidaridad que ha
despertado esta epidemia. E incluso el sentido del humor con el que hay quien
compara la profanación de la tumba de Tutankamón con la de Francisco Franco.
Menuda maldición. Y, como en el chiste, ahí lo dejo.
IDEAL (La Cerradura), 18/05/2020
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