Todas
las mañanas, al despertarme, escucho un aullido macabro, no sé si animal o
humano, pues mi edificio parece sufrir la maldición del perro de los
Baskerville. Porque podría ser un perro, sí, pero también podría tratarse de mi
vecina, que tiene la costumbre de
compartir con el vecindario los momentos más íntimos de su vida. Menos mal que
va cambiando el tiempo y la gente empieza a cerrar las ventanas, con lo que
podemos ahorrarnos la convivencia en estéreo. Uno nunca sabe qué es peor, que
te quieran o te odien, pues aunque hay amores que matan, también hay quien
muere por falta de amor. El amor es como la independencia: a veces te consuela
el sí; otra veces, preferirías que no. Personalmente, prefiero que Escocia se
quede en Gran Bretaña –aunque no se iba a mover del sitio, la verdad, e iba a
hacer el mismo frío-, más que nada para viajar con mayor tranquilidad, sin
fronteras ni aduanas, y porque hay una antigua taberna al lado de la
Universidad de Edimburgo donde me siento como en mi propia casa. Lo mismo me
ocurre con Cataluña y concretamente en Barcelona, donde me gusta ir a una
residencia donde el director le da a las tortugas que tiene en el jardín las
sobras del desayuno. “Son carnívoras”, me dijo una vez, y efectivamente vi cómo
los galápagos se trasegaban la panceta. Así se sienten también algunos catalanes,
aunque se hinchen de fuet y pan tumaca, que sólo hay que ver cómo se las gastan
algunos. Ni que fueran amigos de mi vecina, oye, tanto gritar y tanto gritar. Yo
creo que, para ser independiente, primero hay que ser silencioso, y por eso se
nota tanto la dependencia de quien vive del aplauso ajeno, ya sea en el arte o
en la política. Así, Pedro Sánchez recorre los platós de televisión, porque le
han dicho sus asesores que si no sale en los medios no existe, y que debe
seguir el ejemplo de Pablo Iglesias. Hay que hacerse una marca, hombre, aunque
para eso tengas que llamar a Sálvame. Menuda metáfora. ¿Y quién va a salvarnos
de nosotros mismos? Aquí en España somos capaces de hacer lo que no se atreven
ni a plantearse en la mayoría de los países del mundo, y no hace ni cien años
que ya demostramos cómo cambiamos de impresiones los íberos. Pero cómo nos
gusta repetirnos, en Edimburgo, Barcelona o Granada. Los “yoes” no nos caben en
el pecho. Cerremos las ventanas.
IDEAL
(La Cerradura), 21/09/2014
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