Mientras
leo Andalucía (Rd Editores), de W.
Somerset Maugham, pienso en cómo cambian con los años las impresiones del
viajero, en que hay lugares que identificamos con una época concreta de nuestra
vida y a los que tememos volver, por si ya no son como los recordamos. Somerset
Maugham cuenta sus viajes a Sevilla, Jerez, Cádiz, Córdoba, Ronda y Granada
veinticinco años después de realizarlos. En Londres, en un mes de abril,
escribe: “El cielo está plomizo y frío, las casas de enfrente casi espantan con
su gris monotonía, y el agua hace brillar los tejados de pizarra” (…) “Y
entonces pienso en Andalucía. Mi mente se abraza de pronto en su sol, en su
color opulento, luminoso y suave; pienso en las ciudades, en las blancas
ciudades bañadas de luz”.
Pero
probablemente los lugares cambien en nuestro recuerdo tanto como en la
realidad, pues la memoria es una gran fabuladora, que causa efectos tan
fantásticos en el paisaje como el propio paso del tiempo. Maugham nos habla de
la España de 1898, y recuerda con cariño el rasgueo de la guitarra y el repicar
de las castañuelas, el batir de las palmas de las muchachas que bailan, el
entusiasmo de las muchedumbres que van a los toros en los días de fiesta y la
felicidad de los vinos perfumados, el málaga, el jerez, la manzanilla, que
pueden beberse en viejas tabernas, el amor guardado celosamente tras verjas y
celosías. Pero también recuerda ciudades sombrías y la soledad de la campiña,
la melancolía de los campesinos e iglesias oscuras con ricas imágenes
religiosas donde, por la noche, se celebran ceremonias fantasmagóricas. El
escritor inglés ve en los andaluces la herencia árabe, y atribuye a la tensión
de largos años de guerra el carácter aguerrido del español, que lo convirtió en
el mejor soldado del mundo.
España
era considerada entonces un país oriental, y esa visión romántica empapa las
escenas descritas, donde los héroes son bandoleros, toreros, gitanos y
bailaoras. Pero ¿cuánto hay del autor en esa visión, cuánto de su propia
cultura? Somerset Maugham encuentra en el paisaje español lo que él mismo le
pide a los libros: el misterio y la belleza, la fantasía y la fascinación por
lo desconocido: “Era algo misterioso y aterrador como aquellas selvas
encantadas de nuestra niñez, en las cuales crecían los árboles en apretados
grupos y donde se ocultaban las tenebrosas cavernas de duendes y gigantes de
los cuentos de hadas, y los monstruos y bestias salvajes se hallaban al acecho
del despavorido viajero que había extraviado del camino”; escribe sobre sus
sensaciones al entrar en la Mezquita de Córdoba, antes de describir sus arcos y
el techo de azulejos coloreados.
Leer
a Maugham es viajar en el tiempo, y sobrecogen las descripciones del Sacromonte,
la Alhambra y del carácter de la propia ciudad de Granada, que podría explicar
lo que es hoy: “Me produjo la impresión de que lo único que deseaba era ser
dejada sola para poder transcurrir en paz los días que le quedaban de vida,
lejos del avance de la civilización y del fogoso apresuramiento del progreso”.
Como esas mujeres aventureras, añade melancólicamente, alejadas del mundo tras
una vida de vicisitudes y con el deseo, después de haber vivido una existencia
tumultuosa y desordenada, de dedicarse nada más que a piadosos menesteres.
Y
es que Somerset Maugham habla en este libro de un amor de juventud, replicado
en paisajes, ciudades y mujeres, que comparten “cierta cualidad que presta a
todas las cosas una límpida y brillante suavidad, y los torrentes de oro que el
sol arroja sobre ellas ciñen voluptuosamente sus contornos”. Una Andalucía más
romántica que tópica.
El
Mundo Andalucía (Viajero del tiempo), 5/09/2014
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