Nuestra
relación con la muerte es tan antigua como el ser humano, y probablemente
debamos a esa limitación originaria lo mejor que podemos ofrecer, nuestro deseo
de trascendencia y nuestras obras artísticas, el amor y el conocimiento, la
vivencia de unas experiencias tan hondas y expresivas en las que podemos
consumirnos como en una llamarada. Porque pareja a la idea de la muerte está la
idea de cómo ocupar nuestro tiempo y, sobre todo, si sobreviviremos a él. Es
una respuesta que han tratado de dar las religiones y las civilizaciones desde
antiguo, y algunas de ellas las conoceremos en la exposición Momias. Testigos del pasado, que podemos
ver actualmente en el Parque de las Ciencias de Granada. Una producción
expositiva del propio centro que, bajo la dirección de Ernesto Páramo y los
comisarios Miguel Botella, Inmaculada Alemán y Javier Medina, nos permite
observar momias de todas las épocas y de casi todas partes del mundo: europeas,
andinas, guanches, oceánicas, egipcias, indias… que nos hacen ser conscientes
de nuestra propia fragilidad y sentir algún que otro escalofrío.
A
fin de cuentas, una momia no es más que un cuerpo humano despojado por sus
enterradores y por el tiempo de los órganos y del agua, lo que evita el proceso
de descomposición. Pero aquí el tiempo y la propia vida aparecen detenidos en
un grito, esas expresiones desencajadas con las que nos miramos a nosotros
mismos. Así, las momias andinas parecen acuclillarse para el descanso eterno,
pero hay algo infantil en la manera en que se cogen las rodillas o se hacen un
ovillo en su covacha, como si se encontraran en el útero materno. Las guaches y
las egipcias están tumbadas y envueltas
en sudarios, como si solamente descansaran; y, de hecho, los muertos disponían
en sus tumbas de bastones, vasijas, comida, hasta barcas para recorrer la
eternidad y el firmamento. Muchas momias conservan el pelo y la piel, como la momia
de Galera (Granada) que tiene, sin embargo, nada menos que 3.500 años. Pero qué
terrible escena, la que representa esa tumba de padre e hijo casi abrazados
entre ellos y sobre sí mismos, aunque al parecer no murieron al mismo tiempo,
sino que fueron enterrados juntos.
Uno observa los puñales
y los brazaletes de cobre, los anillos de plata, la botella y el vaso, una
pieza de cordero lechal, e imagina perfectamente cómo fue su vida cotidiana,
pues no se diferencia tanto de la nuestra. Es la misma lucha por la
supervivencia, en lo bueno y en lo malo, como nos ilustra la historia de Ötzi,
el Hombre del hielo. Qué bien contada está esta historia, que gran novela vital,
a la que uno cree asistir, pues comparte la forma de vida de este hombre que
habitó en los Alpes hace 5.000 años. Él tenía 45 cuando probablemente sufrió un
ataque por la espalda. Alguien le disparó una flecha cuando huía, aunque no
logró arrebatarle sus pertenencias: un puñal de sílex y su vaina, un hacha de
cobre, un arco de madera de 1,82 metros de longitud, con su carcaj de flechas y
otras aún a medio hacer, la mochila construida con ramas de avellano y hasta un
botiquín con políporo de abedul, que, desecado y cortado en finas tiras, se
utilizaba para iniciar el fuego.
La sepultura de Ötzi
era una cubeta de cuarenta metros de longitud, entre dos y tres de profundidad,
situada cerca del camino que lleva al refugio de Similaun al Tisenjoh, pero,
leyendo su historia, viendo la ropa que llevaba e incluso su aspecto, los
lugares donde vivió y murió, uno cree despedirse de un antepasado o incluso de
un amigo. Es algo que suele ocurrir en las exposiciones del Parque de las
Ciencias: nos revelan lo que no sospechábamos de nosotros mismos.
El Mundo Andalucía (Viajero del tiempo), 5/12/2014
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