La
imagen se repite en las calles de Granada y en las de otras ciudades españolas:
grupos de jóvenes bebiendo hasta caerse redondos al suelo, después de destrozar
el mobiliario urbano, cantar serenatas, desgañitarse con cantos regionales y
jorobar el descanso de los vecinos. La policía apenas puede hacer nada;
apercibir verbalmente, poner una multa y aguantar el recochineo de los
asistentes. Los hosteleros se debaten entre contribuir al embrutecimiento
general –la estupidez hace más caja en cualquier ámbito que la inteligencia- o,
renunciando a unos ingresos fáciles, poner un cartel que diga: “No se admiten
despedidas de solteros”. Pero si fueran sólo las despedidas… Granada va camino
de convertirse en otro de los destinos turísticos infernales como Magaluf o El
Arenal en Mallorca, con los que hace unos días compartía protagonismo en el
programa Comando Actualidad de TVE. El turismo de borrachera nacional y
extranjero desplaza al turismo tradicional, y a unos vecinos que renuncian a
vivir en sus casas, bloques donde empiezan a ser mayoría los apartamentos turísticos,
que redundan en las subidas de los alquileres, pero donde se pueden meter
catorce personas en un fin de semana. Total, si como mucho pararán por allí
para ducharse y utilizar el baño en situaciones de emergencia para las que no
valga la socorrida calle. Pero no es un fenómeno sólo de España. Europa, esa
vieja diosa seducida y secuestrada, vive en un círculo vicioso de trabajo y
jolgorio en el que van ahogándose los valores políticos y sociales. Ya ni
siquiera le vale su zalamería en las relaciones internacionales. Sucumbe ante
EE. UU., Rusia o China, presididas por dirigentes que pasan de la diplomacia,
pues gobiernan poniendo únicamente sus atributos comerciales encima de la mesa.
Mientras, los partidos políticos tradicionales, igualmente avejentados y
avergonzados de sí mismos, inseguros ante las nuevas formaciones, han perdido
su sentido, por lo que seremos países ingobernables como Italia, donde, como
ocurre también en España, las únicas organizaciones que parecen tener el poder
para aglutinar voluntades son la liga y la selección nacional de fútbol. Así,
el estadio es el lugar propicio para encontrar la identidad individual y
colectiva. Hemos vuelto al tribalismo social, nacional y político. Y esto sólo
se arregla con una política educativa común que ahonde en los derechos y
libertades que puedan identificarse como valores europeos. No sólo en cada
país, independientemente de la región o de la comunidad autónoma, sino en todo
el continente. La integración social y política europea pasa por una misma
educación.
IDEAL (La
Cerradura), 20/05/2018
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