Como
no teníamos bastante con la hecatombe sanitaria y económica del coronavirus,
los partidos políticos se han apresurado esta semana a echar más leña al fuego,
demostrando no sólo que les importa poco el bienestar de los ciudadanos, sino
la existencia de ese país que se llamaba España. Si ya habíamos asistido a las
luchas autonómicas en la gestión de la pandemia, ahora vemos que están
dispuestos a que ardan Cataluña, Madrid, Castilla y León o Murcia para seguir
en el poder. ¿Andalucía será la siguiente? ¿Dos más dos nunca serán cuatro,
como ocurre en el Ayuntamiento de la Gran Granada? Si esto fuera un manga,
veríamos un mapa fragmentado, con llamas y explosiones por doquier, con
presidentes y presidentas y vicepresidentas y vicepresidentes con la cara llena
de moratones, los dientes rotos y gruesos lagrimones cayendo por sus mejillas
cuando se dirigen a los ciudadanos después de una sesión parlamentaria. Pero no
es así. Más bien parecen partirse de risa, mientras los lagrimones les caen de
verdad a esos ciudadanos cuando hacen las colas del paro, de los comedores
sociales, de la atención médica. Parte de la clase política española,
independientemente de las siglas, sólo porta infecciones ideológicas, y la población
no está vacunada contra ellas. Aunque la abstención aumente en cada
convocatoria electoral, no se dan por aludidos. La irresponsabilidad de algunos
está hundiendo la credibilidad de todos, y los que llegaron a la política por
vocación asisten impotentes al espectáculo de quienes con el mínimo esfuerzo
aspiran al máximo beneficio personal. ¿Quién contrataría a estos destructores
del interés público? Los partidos parecen estar capitaneados por navajeros, por
lo que habría cierta lógica en que terminaran descabezados por sus propias
hojas. La política española se ha convertido en una provocación social, y este
Juego de Tronos estatal y autonómico a derecha e izquierda del tablero sólo nos
muestra una vez más que quienes dirigen partidos y demasiados gobiernos no sólo
carecen de principios políticos, sino también de cualquier ética pública y
social. No son dignos de confianza. Porque no se trata de una ficción, sino de
la realidad, y de la perversión de la propia democracia. ¿Extremismo?
¿Populismo? A nadie podrá extrañar que parte de la población ya grite, como el
rapero Hasel o la Reina de Corazones: “¡Que les corten la cabeza!” Pero nada de
violencia. Mientras la población se inmola, los que tienen responsabilidades
públicas seguirán discutiendo en los pasillos del Congreso el argumento de
series como “El ala oeste de la Casa Blanca”. Netflixpolítica.
IDEAL (La Cerradura), 14/03/2021
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