Hay
un método infalible para acertar con un bar o una terraza, como es el caso: que
las mesas estén ocupadas por personas de más de sesenta años. Eso suele
significar un trato amable y profesional de los camareros, buenas tapas y un
precio razonable. Y lo más importante: tranquilidad. Suelen ser bares de
barrio, cerca de tiendas y colegios, lugares para ver pasar la gente y la vida.
En una época como ésta, poco más se puede pedir. El temor al contagio y el
encierro voluntario nos privan de lo más básico: la relación con otras
personas, esas miradas de reconocimiento que nos explican la realidad. Algo tan
cotidiano se ha convertido en un privilegio, y el mero hecho de respirar al
aire libre parece un milagro. La gente camina, tú la observas y tienes
conciencia del mundo. Lo demás da más o menos igual, te basta con saborear ese instante.
El caso es que la ciudad está más vacía, más silenciosa, y la gente con la que
te encuentras tiene menos cosas que hacer o nada que hacer, lo cual se convierte
en algo esencial, pues equivale a tener que darle sentido a todo lo que te sucede,
aunque no se trate de nada más que lo de costumbre. Cada día anuncian el cierre
de un bar al que los vecinos iban a encontrarse, y la ciudad se va volviendo
más inhóspita, menos familiar. La memoria es selectiva y caprichosa, y en el
renovado trayecto vamos dejando por el camino conversaciones, sabores,
anécdotas, momentos felices en los que no hay preocupaciones ni obsesiones,
sólo una cucharada de arroz, un sorbo de vino, el oído cocina que se transforma
en un chascarrillo, en una promesa de algo caliente. Ir a una buena taberna es
como ir al teatro o al cine, una especie de catarsis, como explicaba el
filósofo griego, porque nos centramos únicamente en la experiencia, que nos
evade de nosotros mismos, siendo más nosotros que nunca, más livianos y
atentos. En las bodegas Castañeda, por ejemplo, donde ya no te puedes apoyar en
la barra, pero te sientas en una mesa para tomar el vermú y la tapa de asadura,
los más intrépidos un trozo de tocino. Los pecados y las penitencias son
personales, y hay quien anda diez kilómetros todos los días para poder
justificar ese momento único. Un poco de pan, aceite y cecinas, que no hay
colesterol que valga. Es lo que aseguran el camarero y el agradecido parroquiano.
Y uno sale vacunado contra la rutina.
IDEAL (La Cerradura), 7/03/2021
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