El
viajero suele amar las ciudades de costa: abiertas, cosmopolitas, con una
población itinerante de extranjeros que las hacen especialmente atractivas para
el visitante ocasional que cree haber cruzado varias fronteras, aunque tan sólo
haya recorrido unos kilómetros desde su propia casa. Y no me refiero a esos
transatlánticos que propician periódicas
invasiones más o menos pacíficas, sino a turistas accidentales que, atraídos
por los planes turísticos e inmobiliarios pero también por el boca a boca,
terminan transformando costumbres y paisajes. Porque es algo más que el clima o
la gastronomía lo que les atrae: se trata de la posibilidad de vivir de un modo
diferente. Y eso podría explicar la transformación que han sufrido en los últimos
años las poblaciones de la Costa del Sol y La Axarquía, pero también de la
propia ciudad de Málaga, cuyo turismo se ha renovado al tiempo que la oferta
gastronómica y cultural.
Según
el momento del día y sin salir de la plaza de la Merced, uno puede visitar la
casa natal de Pablo Picasso, tomar unas tapas para comer, cenar en un
restaurante libanés o beber unas copas de madrugada. Pero todo el centro parece
en estas fechas un hervidero de rebeldes que se niegan a que termine el verano,
pues hay procesiones entre la catedral y
el Museo Thyssen, entre las tascas y las tiendas. Una diversidad que está
presente en los nuevos negocios, donde no sólo se habla ya español, inglés y
alemán, sino también japonés o árabe. Y aunque todavía uno reconoce a ese sabio
camarero que sabe explicarte el punto exacto de las coquinas y el sabor del
moscatel más apropiado, hay quien alaba la riqueza aromática del cuscús, y no
es por ello menos sabio.
A
veces las terrazas parecen una pasarela donde los turistas contemplan la vida,
como quería Óscar Wilde, entre vasos de cerveza y botellas de vino blanco. Rubias
y bronceadas, las cabezas miran a un mismo punto circular, que oscila al paso
de los transeúntes, igualmente perezosos; como si estuvieran sentados a la
puerta de sus casas, como si esperasen ver las mismas cosas y a la misma gente.
¿Es una actitud de asombro o de aburrimiento? Pero hay algo inquietante en la
laxitud de esas mujeres y hombres que beben apurando las horas felices de bares
y restaurantes, como si la vida pudiera ser siempre así, tan gozosa y apática. Quizá
sea la tristeza de la tarde, que se va apagando con los últimos rayos de sol
para que el público se levante por fin.
Acaso
uno se invente las ciudades cuando escribe sobre ellas, pero es que los
viajeros son personajes de ficción, extranjeros que van buscando un nuevo lugar
para asentarse y que luego abandonan inmediatamente. Así podemos organizar los
recuerdos ordenándolos en cuadrículas como en un mapa, y dibujar una sonrisa en
la calle Larios, el olor de romeros y palmeras en el Paseo del Parque mezclado
con el olor del mar, o el sabor de un vino más viejo en una de las tabernas del
barrio de la Malagueta. Yo mismo me veo
como un extraño almorzando en el restaurante El Refectorium, en la calle
Postigo de los Abades, a la espalda del Hotel Málaga Palacio y frente a la
misma Catedral. Y donde efectivamente comí como un cura, gracias a la excelente
carta de pescados y vinos. Aunque aquí lo que se alimenta es el espíritu. Viajar
es quererse un poco más, pero hay ciudades que se dejan querer más que otras.
El otoño ha traído a Málaga la lluvia y una alegría más reposada y melancólica.
El
Mundo Andalucía (Viajero del tiempo), 3/10/2014
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