Vivimos
rodeados de fronteras invisibles. No son las fronteras de nuestro país, no se
ven en nuestras ciudades, en nuestros barrios o en nuestras casas, sino que se
encuentran en el interior de nosotros mismos. Lo sabe bien José Carlos Rosales,
que ha publicado un libro, Y el aire de
los mapas (Fundación José Manuel Lara, 2014), tan contemporáneo como
atemporal, pues se leerá como un clásico. Él sabe que las guías y los mapas son
equívocos, y que “El aire de los mapas
depende del que mira y los que miran mapas ven más de lo que miran, a veces son
capaces de saber el futuro, futuro imaginario, parecen quiromantes, imaginan
países, movimientos de tropas o de nubes, el lugar donde estuvo la gloria
falseada, una vida mejor, la vida que te imponen, nada que no dé miedo”. (El aire de los mapas.)
José
Carlos Rosales viaja y vive en sus poemas, y ha construido con palabras todo un
universo simbólico en el que hay paisajes exteriores e interiores y un viajero
que tiene la voz de un filósofo. Un filósofo quizá algo melancólico, pero es que
la melancolía nos acerca más a la realidad, como quería Aristóteles. Como
escribe Erika Martínez en la introducción a Un
paisaje (Antología poética 1984-2013, Renacimiento, 2013), “sus versos
siembran el extrañamiento, esconden imágenes como minas y mantienen un suspense
emocional irrespirable”.
Algo
que puede sospecharse cuando se conversa con José Carlos Rosales, que siempre
presta atención a las palabras del otro y le hace sentir a gusto con su
inteligencia y su sentido del humor admirables, aunque uno pueda adivinar
también en su mirada franca un poso de tristeza e incomodidad, de no estar
seguro de “Viajar a un sitio sin salir de otro,/ llegar a un mundo donde no se
vea/ cerrada la costumbre, fijo el aire,/ arruinada la suerte o la alegría./” (Hipótesis.) José Carlos Rosales ha
escrito en realidad un libro de viajes, porque la propia vida lo es, aunque
sólo algunos visionarios puedan explicarnos las claves. Y él lo hace con un
puñado de poemas que son como hitos con que marcar sus etapas, aunque no se
correspondan con coordenadas geográficas. “Siempre estarás inscrito en la
aduana,/ de sitio en sitio sin cambiar de sitio,/ la frontera te sigue, no se
cansa/”. (La frontera invisible.)
Es
la misma incomodidad que sentía Charles Baudelaire en Bruselas entre los años
1864 y 1866, pero cuyas impresiones, recogidas en Pobre Bélgica (Valparaíso Ediciones, 2014), pueden leerse hoy día
como un incisivo libro de costumbres que acaso expliquen la sociedad europea
actual. Así, en un apunte sobre la enseñanza y el espíritu belga, leemos: “No
hay latín. No hay griego. Las carreras profesionales. Hacer banqueros. Odio
hacia la poesía. Un latinista sería un mal hombre de negocios”.
Baudelaire
quería escribir una obra satírica sobre la Bélgica de la segunda mitad del
siglo XIX y hacia dónde se encaminaba la sociedad francesa, pero, sin saberlo,
estaba escribiendo un libro de anticipación, un retrato lúcido, mordaz (y algo
malhumorado) de la Unión Europea del siglo XXI. Construido como un diario donde
conviven el retrato costumbrista, la poesía y el aforismo, Baudelaire muestra
todo su genio: “Bélgica se cree un país con duende./ Está durmiendo. Viajero,
no la despiertes/”. ¿Podríamos cambiar Bélgica por España? Como ocurre con
todos los grandes libros, la lectura de Pobre
Bélgica es también atemporal y contemporánea. Un valioso documento
publicado por primera vez en nuestro país por Valparaíso Ediciones.
Viajen
y lean con estos libros; o mejor, lean y viajen.
El
Mundo Andalucía (Viajero del tiempo), 7/11/2014
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