La
cultura española es una cultura gastronómica que nada tiene que ver con la
cocina de autor, sino con los manteles de hule y las barras de cinc y de
madera, con el olor rancio de los barriles de roble y de las chacinas colgadas
de las vigas de la cocina, con la olla de San Antón que se come estos días en
Granada o con la caldereta de marisco que sólo saben hacer en Punta Umbría. Los
restaurantes son templos para el viajero, ansioso de repetir la ceremonia más
íntima del culto al cuerpo, que siempre empieza por el paladar. Así, las rutas
gastronómicas son también rutas sentimentales, y ya que los sentidos nos ayudan
a curar el alma, una buena carta es también una receta para alcanzar el cielo.
Es algo que sabemos en Andalucía, donde a falta de buenos políticos tenemos
fantásticos cocineros.
Reconozco
que cuando me acuerdo de un lugar, empiezo recordando algún restaurante, quizá
porque las mejores conversaciones se producen en la sobremesa. En la Barbera,
en Almerimar; en el Alambique, en Jaén; en el Puerta del Mar, en Nerja; en el
Pesetas, en Salobreña; en la Taberna del Anteojo, en Cádiz; en la Peña y Pepe
Aguado, en Ugíjar; en el restaurante Sol y Sombra, en Ronda; en la Taberna el
Rinconcillo, en Sevilla; en la Taberna Salinas, en Córdoba; en La Bodega, en
Huelva; o en el Torcuato, en pleno Albayzín. Cualquiera me vale en buena
compañía. Y es que parece ser el único arte que todavía vive en Andalucía: el
arte de la conversación y de la mesa. A los demás disfrutes del alma se les
ponen estorbos, pero nadie discute las bondades de nuestros bares y
restaurantes que, aliados con el clima, son el sostén de nuestra economía. En
la cocina y en las barras, los restauradores aguantan los envites de las hordas
de bárbaros, a los que aplacan con vino y seducen con buenas viandas. Y qué más
se puede pedir. La desconfianza extingue la amistad, pero amistad y carácter se
renuevan con delicias culinarias. Será que tenemos hambre de historias.
Manuel
Vázquez Montalbán, que a través de Pepe Carvalho sabía aunar ambas cosas,
decía: “Yo suelo plantear la cocina como una metáfora de la cultura. Comer
significa matar y engullir a un ser que ha estado vivo, sea animal o planta. Si
devoramos directamente al animal muerto o a la lechuga arrancada, se diría que
somos unos salvajes. Ahora bien, si marinamos a la bestia para cocinarla
posteriormente con la ayuda de hierbas aromáticas de Provenza y un vaso de vino
rancio, entonces hemos realizado una exquisita operación cultural, igualmente
fundamentada en la brutalidad y la muerte”. Y cómo se echa de menos a este
periodista de verdad, que creció en el Raval de la posguerra y se alzó con su
pluma sobre la miseria.
La
cocina es una metáfora de la cultura, y es por eso que hoy día la comida
desaparece del plato en los restaurantes de postín, capaces de reducir un
solomillo de cerdo a un pedacito de carne, que más bien parece un bocado de
aire, con un nombre pomposo, eso sí, del estilo “cerdo volador al aroma de
tomillo”; y así nos quedamos con hambre. Pero, como los de Carvalho, la base de
nuestros gustos la forma una materia esencial: el paladar de la memoria, que es
la cocina popular, pobre, imaginativa y tan artística que llega a ser
sustanciosa. Por eso, en estos días de frío, las abuelas vuelven a hacer
potajes. Ellas, pasados los años, sostienen con sus guisos a las familias. Y esa
es la cultura que nos interesa.
El
Mundo Andalucía (Viajero del tiempo), 6/02/2015
No hay comentarios:
Publicar un comentario