En
mi barrio hay un perro que empieza a llorar y a ladrar todos los días,
indefectiblemente, a las siete y media de la mañana. Se ve que es la hora a la
que se va a trabajar su dueño, que no tiene otra ocurrencia que dejarlo
encerrado en el balcón, pues por algún motivo –que ya se imaginarán- no quiere
dejarlo solo en el interior de la casa. Y así, somos los vecinos los que
tenemos que soportar los lamentos del perro, que no comprende por qué tienen que
castigarlo durante las horas de la jornada laboral de su dueño. Pero si éste no
puede cuidarlo, ¿por qué tiene perro? Quizá las asociaciones contra el maltrato
animal deberían de fijar su atención en las ciudades, pues muchas casas son
como cárceles, donde no pueden producirse rebeliones en la granja. Al parecer,
la granja son las calles, y si uno se pasea por algunas partes de Granada,
tendrá la sensación de hacerlo por un gigantesco WC, donde los excrementos de
los perros están a plena vista y en descomposición, con los problemas de olores
e insalubridad consecuentes. Algunos ciudadanos entienden que los parterres de
las pocas plazas y calles donde hay plantados árboles son los váteres de sus
mascotas, por lo que no es de extrañar que la tierra huela, literalmente, a
mierda, cuando la función de las plantas es mejorar la calidad del aire. Y son algunos
dueños los que convierten la tenencia de animales en un problema, cuando no en
una plaga. Porque tampoco tienen ningún control cuando pasean con ellos, y uno
tiene que aguantar que te huelan de abajo arriba y nuevamente abajo, o que se
restrieguen contra tus piernas, o que tropieces con la cadena, o que asistas a
peleas callejeras, pues hay perros que tienen la autoestima tan baja como sus propios
dueños, que no compran animales de compañía, sino bulldogs agresivos que pelean
a la mínima ocasión. Pero claro, uno se fija luego en la cara del perro y en la
del dueño, y aprecia el raro mimetismo, que en otras ocasiones revelan
amabilidad y bondad, desde luego, amistad inquebrantable y fidelidad, virtudes
que lamentablemente no encontramos siempre en las personas, y que quienes han
tenido un buen perro aprenden de verdad a reconocer y apreciar. Y por eso es
una lástima que las decisiones sobre los hábitos de higiene y conducta, sobre
la convivencia y la educación, no las tomen esos perros. Porque, a veces, los
animales son sus dueños.
IDEAL
(La Cerradura), 11/10/2015
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