La
obsesión por transmitir nuestra vida en directo ha alcanzado también a los medios
de comunicación, que han olvidado su papel crucial para formar a la opinión
pública, pues ya sustituyen abiertamente información por sensacionalismo. Así,
no ha habido cabecera o informativo que no haya reproducido esta semana la
muerte de una joven rusa de 23 años, que emitía en Facebook Live (¿o death?)
mientras conducía un coche. “¡Hola! ¿Cómo están todos, adónde viajan?”, dice la
chica justo antes de estrellarse contra un autobús. Pues mira, aquí estamos,
asistiendo a tu muerte, porque la sociedad carece ya de cualquier tipo de
escrúpulo. ¿Por qué será? “Las pantallas se multiplicaban y a la vez se fundían
en una única pantalla escindida y continua, muchas pantallas y una pantalla
única, de cine, de televisor, de monitor de ordenador, de teléfono móvil en sus
diversas manifestaciones”, escribe Justo Navarro en “El videojugador”
(Anagrama, 2017), un ensayo que debería ser una lectura obligatoria. Porque al
mismo tiempo que las humanidades desaparecen de los planes de estudio, vamos siendo
educados por las máquinas, diseñadas para para fundir “en una única
temporalidad trabajo y no-trabajo”. Nuestra libertad es hoy una ficción, pues
si no transformamos nuestra vida en imágenes al parecer sólo tenemos una
existencia ilusoria. Pero ¿cuántas personas habrán muerto en accidentes por
inmortalizar ese momento en un selfi o una grabación? El entretenimiento es una
paradoja: “La interactividad tal como hoy se entiende cuando se habla de
videojuegos consiste en que el jugador obedece órdenes que la máquina renovará
en caso de que las anteriores sean obedecidas. Si no son obedecidas las órdenes
dadas, la máquina sanciona o despide al jugador”, escribe Justo Navarro. Y el
autor analiza la influencia de los videojuegos en nuestra forma de pensar y la
evolución de la industria del entretenimiento desde la primera mitad del siglo
XX hasta nuestros días, su tremenda proyección en todos los ámbitos, desde la
política o la industria armamentística hasta la publicidad –el gran demiurgo- y
la cultura. Y subyace una idea inquietante: que quizá no seamos nosotros
quienes controlemos la pantalla. “Un ordenador no sólo es un buen funcionario:
puede convertir en funcionarios a sus usuarios”, concluye Justo Navarro en “El
videojugador”. Y haría usted bien en aferrarse a las páginas de este libro, o
al menos a las de este periódico. Porque, en caso contrario, podría ser usted
absorbido por la irrealidad. ¡Y por Atari! ¡No corra usted a hacerse un selfi
para comprobarlo! Pondría su vida en riesgo.
IDEAL (La
Cerradura), 2/04/2017
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