Cuando se celebran veinticinco años de la aparición
del fantasma del Ave en Granada, uno puede sin embargo subirse en un avión y
soñar con una ciudad diferente de la discutida una vez más en el salón de
plenos del Ayuntamiento. Hasta que vuelves a aterrizar en el aeropuerto
Federico García Lorca, claro, y sufres de nuevo el puñetazo de la malafollá. Empezando
por el control de entrada. Si en un aeropuerto diez veces mayor de una ciudad
veinte veces mayor uno apenas tarda diez minutos en mostrar su pasaporte, aquí
puede pasarse media hora haciendo cola en un recinto minúsculo, pues sólo hay
un policía en el puesto, que además habla únicamente en español a los viajeros,
sean estos españoles, ingleses o polacos. “Sólo spanish”, afirma simpático
cuando a una estupefacta viajera se le ocurre hacerle una pregunta. Y como si
algún hado maléfico quisiera que te olvidaras de lo que era la civilización, la
posesión por el espíritu de la malafollá se produce cuando entras en uno de los
taxis que opera de manera monopolística en el aeropuerto. Un vehículo sin
taxímetro conducido por una especie de indígena granadensis que te explica
entre gruñidos que sólo hay dos tarifas: la uno, que cuesta 28 euros, si te
lleva a Granada capital; y la dos, que cuesta 30 euros, y que se aplica “de
noche” (sic). Y como hasta para el indígena el argumento resulta algo
rocambolesco, añade a continuación que lo mismo ocurre en ciudades como Madrid,
Barcelona o Málaga, donde “aunque los taxis lleven taxímetro en realidad te
aplican una tarifa única” (sic). En ese momento ya estás gritando
interiormente: “¿Por qué? ¿Por qué has tenido que volver? ¡¿Por qué?!” Pero
tampoco tienes tiempo de exteriorizarlo, pues ahora el indígena atiende
alegremente una llamada telefónica, con el manos libres, eso sí, para que los
pasajeros podamos participar del entretenimiento local. Y aquí empiezan los
gritos y exabruptos reales. Porque se ve que el cuñado del indígena –que es el
interlocutor- no ha podido hacer una gestión relacionada con ¡la licencia del
taxi! “¡Si es que en el ayuntamiento de Santa Fe son unos inútiles!”, grita el
indígena. Y después se caga en todo el santoral. En ese punto, los pasajeros –y
quizá el cuñado- estamos al borde del infarto del que nos habíamos librado al
aterrizar. Pero el taxista sigue a los suyo, gritando, hasta que al final
llegamos a nuestro destino y concluye: “¡Lo que hay allí metío!”, que es
precisamente lo que tú piensas. En dónde nos habremos metido.
IDEAL
(La Cerradura), 9/07/2017
No hay comentarios:
Publicar un comentario