El
miedo que existe hoy a la reforma de la Constitución de 1978 tiene más que ver
con el miedo a Vox y a los partidos nacionalistas en un parlamento fragmentado
que a una reflexión serena sobre las reformas políticas y económicas que
requiere la sociedad española. Porque la propia Constitución prevé los
mecanismos de reforma, y no es un artefacto jurídico hermético ni hierático
presto a estallar si se pulsa la clave errónea, como tampoco lo es la sociedad.
Con 41 años recién cumplidos, la Constitución ya contempla la edad madura, e
incluso tiene que lidiar con los nuevos partidos que reniegan de ella, como
adolescentes descarriados que han olvidado demasiado pronto a quien les dio la
vida. Afrontar la cuestión territorial se plantea como una tarea ineludible
para afianzar el Estado autonómico frente a las corrientes recentralizadoras, y
también blindar el Estado social, que en España pende de un hilo cuando se
acerca una nueva crisis económica. En ese sentido, ante las alertas
conservadoras sobre un gobierno del PSOE y Podemos, representaría una
normalidad democrática tener a un vicepresidente o un ministro de
Administraciones públicas catalán, y empezar a integrar de una vez desde la
acción de gobierno las distintas visiones de España. Nada terrible en una democracia
que recoge en la propia Constitución los hechos diferenciales –¿se acuerda
alguien de que ya hay una relación de bilateralidad con País Vasco y Navarra,
plasmada en materia tan sensible como la tributaria en el Concierto y el
Convenio, respectivamente?-, y donde se puede hablar de responsabilidades
compartidas, algo más importante que compartir la soberanía. Como comentaba
Miguel Herrero de Miñón, uno de los siete “padres” de la Constitución y
militante de partidos como UCD, AP y PP, “la plurinacionalidad no constituye
amenaza alguna para la integridad de España, porque es parte esencial de su ser
profundo. Pero sí es un grave riesgo para dicha integridad el desconocimiento
de este rasgo constitutivo de su propia estructura”. Y es que, como también diría
Herrero de Miñón, la realidad suele vengarse de quien la ignora, y los
problemas no se solucionan ignorándolos, sino afrontándolos. Si se piensa un
poco, Estado autonómico, federal o plurinacional no son más que conceptos, pues
la realidad es que las comunidades autónomas constituyen ya la mayor de las
Administraciones públicas españolas, y que tenemos dieciocho parlamentos donde
se ejerce normalmente la autonomía política, que es esencialmente un “poder de
autodeterminación”, tal como la definía Entrena Cuesta. Los que temen la
diversidad política le hacen un flaco favor a la España constitucional.
IDEAL (La Cerradura), 8/12/2019
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