La sentencia del Tribunal Constitucional sobre el estado de alarma
es sólo un toque de atención sobre la realidad social. La intimidad ya no
existe, y tanto han cambiado las cosas en tan pocos años que hay quien se
escandaliza porque el tribunal garantice la protección de los derechos y
libertades fundamentales, esos que regalamos alegremente a golpe de clic y que
tanto echan de menos en dictaduras como las de Cuba y Venezuela (ignorantes o
peor, cínicos, quienes niegan que lo sean). Aun con una votación tan reñida, me
alegro de que al menos el Tribunal Constitucional se aferre al sentido de las
normas, porque cuando no exista la independencia judicial tampoco existirá la
democracia. Ni sin leyes, aunque podamos cambiarlas. Pero, en Matrix, todo se
confunde, y hoy no sabemos hasta dónde llega la acción política y la comercial,
la gestión empresarial o la administrativa. Nuestros datos circulan entre
compañías telefónicas y energéticas, entre la AEAT y el resto de
administraciones, pero también entre empresas y hackers sin escrúpulos que
cualquier día te saludan desde la pantalla de tu ordenador o te suplantan en
las entidades financieras. Las redes sociales y las plataformas digitales saben
más de nosotros mismos que el espejo del baño, y hay quien ya ha renunciado a
tomar decisiones sobre gustos o aficiones, cuando la programación te la hacen
Netflix o Amazon, que ya anticipan lo que tienes que ver o comprar para seguir
siendo de este mundo. Los datos personales se compran y se venden, aunque sean
poco más que un número, un apunte contable o administrativo en las cuentas de Hacienda
o de la compañía X, que podrá acosarte con llamadas telefónicas programadas,
correos electrónicos, mensajes realizados por un software que no entiende de
negativas o estados de ánimo, mucho menos de la hora de la siesta. ¿Quién se
atreve hoy a apagar el móvil o el ordenador? Como algunos ministros sin
cartera, vivimos en un estrés permanente, esperando esas noticias que nunca se
producirán. Pero sí, hay otra vida posible, que no pasa por elegir entre la
píldora roja o la azul. Mientras espero en el aeropuerto la salida de un avión
que me llevará a cualquier parte, veo a una señora de unos sesenta años que viste
un top como una de quince. Luce con elegancia arrugas y michelines, y la parte
de su cuerpo que lleva más tapada es la cara, por el uso obligatorio de la
mascarilla. La miro y pienso que viva el Tribunal Constitucional.
IDEAL (La Cerradura), 18/07/2021
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