No sé cuántas veces he tenido el coronavirus, dos o tres por lo
menos, o quizá se trate de una infección permanente, con altibajos, una
sucesión de infecciones que van del alfa a la omega. La enfermedad puede
convertirse en una nueva personalidad que te haga dependiente de médicos y
tratamientos, y hay quien ha descubierto un nuevo yo con forma de pastilla.
“Estoy malo, estoy malo”, dicen. “No, tú eres malo, eres malo”, le responden
como si fuera Putin, al que cuentan que van a operar de cáncer, aunque
lamentablemente no de la cabeza. Uno empieza por tomar paracetamol y sigue medicándose
para controlar el colesterol o el tamaño de la próstata o el nivel de
estrógenos, la tensión y el azúcar, y termina haciéndose análisis periódicos
que se convierten en una obsesión vampírica, en boca de Renfield: “La sangre es
la vida”. Lo malo es que las frutas y verduras están por las nubes, y con todo
el mundo a régimen al final va a resultar que el solomillo de ternera es una
comida de pobres. “Vade retro, Satanás”, diría el ministro Alberto Garzón, que
está librando una batalla silenciosa (por decir algo) contra las actividades
contaminantes, que son las que lleva haciendo la humanidad desde que empezó a
caminar sobre el planeta, y que, para salvarlo, sólo come insectos, leche
vegetal y hongos. Una vez quitadas las mascarillas, los virus van contagiando a
sus anchas, y en las aulas y los bares, en los centros de trabajo y el
transporte público se van mezclando las alergias con los resfriados en una
alegre algarabía. La gente ya no da un repullo cuando alguien tose o estornuda
a su lado, sino que abre sus pulmones para que le penetre la buena nueva de la
libertad primaveral. “En casa estamos todos con covid”, susurran los mensajes
de WhatsApp. “¿Hay una nueva ola?” No, ya todo son olas para surfear como
Pegasus por los teléfonos privados y oficiales, desde los del presidente de la
Generalitat a los del presidente del Gobierno, con sus miles de colaboradores. Quizá
por eso todavía hay muchas personas que se resisten a dejar de protegerse
contra la polución, los microorganismos y el destino, y con la mascarilla
puesta nos recuerdan que estamos rodeados de amenazas invisibles. Pero incluso
esas personas, a veces, cuando se encuentran a un ser querido, son capaces de
descubrirse la cara para dar dos besos o estrechar la mano desnuda. Entonces
sienten un placer intenso y breve que los ayuda a vivir durante unos días.
IDEAL (La Cerradura), 8/05/2022
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