Y
aquí está el hombre corriendo, sin saber por qué, cuando hace un momento se
había tumbado en la cama. Se lo habrá dicho un amigo, o su mujer, obsesionada
con su peso, o quizá lo ha visto en la televisión, quién sabe, el presidente
siempre sale haciendo footing por la sierra, y el de la oposición, y hasta el
de la coleta, todos corren en pos de algo. “Pues habrá que descubrirlo”, se
dice. Para la ocasión se ha vestido con zapatillas deportivas, calcetines y
calzoncillos comprados en Carrefour, una camiseta de tirantes, como ese conejo
blanco al que todo el mundo persigue. “Total, y a mí que me importa”, se dice;
“si esto lo hacen Mariano Rajoy, Pedro Sánchez y hasta Cayo Lara”. Y el hombre
empieza a correr en calzoncillos, como el que afronta una faena para recuperar
la confianza perdida. Los primeros pasos son tranquilos, hasta que coge la
primera cuesta. Porque por ahí viene un hombre fumando un puro y apartando
moscas, gritando: “¿Pero adónde va usted con camiseta y calzoncillos? ¿No ha
escuchado hablar de los recortes?” Apenas logra apartarse, antes de que dos
guardaespaldas intenten quitarle la camiseta y los calzoncillos, pero consigue
defenderse y reemprender la marcha. “Usted ha dado un paso, dos pasos, tres
pasos”, le dice un señor joven adelantándole. “Los socialistas sabemos contar hasta cien”. Y el hombre ve
cómo los adelanta también una mujer vestida de jueza, esturreando por el suelo
autos y citaciones. “¿Pues no estaré sufriendo una alucinación fruto de la
crispación política?”, piensa el hombre acordándose de su propia mujer, que le
esperará seguro con la báscula. “Ni crispación ni política”, le dice un tercer
corredor, “estos son los de la casta”. Y ve a un tipo delgaducho y con coleta, vestido
exactamente igual que él. “Ahí va el conejo blanco”, piensa. Y ve cómo en un
segundo alcanza a los otros hombres que, sin dejar de subir la cuesta, discuten:
“¡Banquero!” “¡Proletario!” “¡Socialista!” Y en esto que corren aún más rápido,
perseguidos por la gente que empieza a salir de entre los olivos, del campo,
las fábricas y los bares, que extrañamente recorre nuestro hombre en su último
día de vacaciones en el pueblo de su mujer. Y la mujer, preocupada, entra
precisamente en este momento en el cuarto, para despertarlo después de una siesta
de cuatro horas. Cariñosa, acaricia la cara del marido, que grita: “¿Se ha ido
ya tu madre?” La mujer le da una sonora bofetada, y el hombre, por fin,
despierta.
IDEAL
(La Cerradura) 17/08/2014
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