viernes, 1 de agosto de 2014

Siguiendo al Marqués de los Vélez



Entrando a la Alpujarra por la A-348 desde Almería, uno se sumerge en la historia y en la leyenda. La carretera desde Ugíjar a Órgiva es una de las rutas más hermosas que puede ofrecer esta comarca, que siempre me sorprende como si la recorriera por primera vez. Siguiendo la ribera del Guadalfeo entre Cádiar y Torvizcón, se abre un valle de colinas escarpadas y, conduciendo por esa carretera tortuosa en algunos tramos, uno imagina las dificultades que supondría atravesar este paisaje para un ejército de cinco mil infantes y trescientos caballos, como hizo el Marqués de los Vélez en el año 1569 para acabar por la parte oriental con la rebelión de los moriscos, siguiendo el mandato de don Juan de Austria. Según los cronistas, el Marqués de los Vélez era un hombre gentil: medía doce palmos de alto, tres palmos de espalda y otros tres de pecho; era fuerte de brazos y piernas, y tenía la piel de color cetrino, los ojos grandes rasgados. Llevaba la barba crecida y peinada; vestía de pardo y morado y verde, las botas que calzaba debían ser altas y abiertas, abrochadas con cordones. Tenía la fuerza de cuatro hombres, y cuando te miraba te temblaban las piernas, pues echaba fuego por los ojos; era valiente, determinado, tan voluminoso su cuerpo que cuando subía al caballo lo hacía estremecerse y orinar.
Lo veo ahora, al frente de la tropa. La cuesta empinada obliga a los capitanes a bajar de los caballos, y al principio apenas encuentran resistencia: algún disparo de arcabuz, alguna saeta, algún peñasco… Pero de pronto creen que es la propia montaña la que se desmorona sobre sus cabezas. Los moriscos los esperaban agazapados en las peñas, y observo cómo caen de las montañas portando estandartes rojos y blancos y escupiendo fuego sobre la tropa cristiana. Pero es un espejismo. La carretera discurre aquí más estrecha, y recuerdo los versos de Enrique Morón, poeta ilustre de Cádiar: Pueblo petrificado/en el alto silencio de las horas./ Indolente. Callado./ Expuesto al vértigo de las auroras./ ¡Cuánta sabiduría/ hay en los ojos de fulgente umbría! Enrique Morón es también inventor de la fuente del vino, con la que se festeja el final de la vendimia y las fiestas en honor del Cristo de la Salud y del propio vino costa, que se elabora en los cortijos de la Contraviesa. Lo cuenta Andrés Cárdenas en Crónicas de la Alpujarra (Diputación de Granada, 2014), un paseo delicioso por los pueblos de la mano de sus habitantes, que nos ofrecen su testimonio en estas páginas. Y lo hacen con el humor y la inteligencia con que suele interpretar la realidad Andrés Cárdenas: “Está claro que existen personas que dan vistosidad a un paisaje, o paisajes que dan visibilidad a las personas”.
Las casas se asoman sobre el abismo desde el Cerro del Cercado en Torvizcón, y pienso en otras ciudades construidas sobre ramblas y ríos, para contemplar la vida que pasa. Porque esa es la principal costumbre de la Alpujarra, como cantaba Calderón de la Barca: Toda ella está poblada/ de villajes y de aldeas,/ tal, que cuando el sol se pone,/ a los vislumbres que deja,/ parecen riscos nacidos,/ cóncavos entre las peñas/ que rodaron de la cumbres,/ aunque a las faldas no llegan. Pero en esta localidad tienen también otras costumbres, y al final del verano les atarán un lazo rojo a dos cerdos y los soltarán en las calles, para que sean los vecinos quienes los alimenten y den cobijo hasta las fiestas de San Antón.  En Barbarismos (Páginas de Espuma, 2014), Andrés Neuman define viaje como arte de aplazar la llegada a un destino; y esto es algo que siempre ocurre en la Alpujarra. Cuando al atardecer llego a Órgiva, decido dar marcha atrás.
El Mundo de Andalucía (Viajero del tiempo), 1/08/2014

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