La
costa de Málaga es una jungla de urbanizaciones y centros comerciales que
guarda sin embargo algún que otro paraíso. Entre el laberinto de salidas y
rotondas uno puede perderse hasta encontrar una cala inhabitada, un restaurante
exquisito, un comercio minúsculo y misterioso que combate con encanto y amabilidad
las campañas de Navidad de los grandes almacenes. Pero es indudable que estas
poblaciones, dado el poder adquisitivo de sus habitantes, pueden permitirse
algunos lujos, y si en Marbella encuentras cualquier cadena comercial o marca
que no siempre trabajan en las capitales andaluzas, en Estepona hay un zoo
sorprendente, Selwo Aventura, que te ofrece la posibilidad de pasar una jornada
familiar en plena naturaleza: una selva, por decirlo así, dentro de otra selva.
El primer acierto del parque es la ubicación, en un amplio espacio que se
adentra en el valle y la zona montañosa de la localidad, lo que permite reproducir
el hábitat de los animales.
Y
así, desde el llamado Pórtico de la Naturaleza hasta el Mirador de los
Rinocerontes, uno puede caminar varios kilómetros acompañado de guepardos,
caimanes, osos pandas rojos, primates, flamencos, hienas o lémures hasta el
Cañón de las Aves, donde entre nutrias y linces y bajo la mirada atenta de
miles de pájaros con ese sonido característico, bullicioso y atronador de
flautas, campanillas y sirenas, uno tiene la impresión de encontrarse en un
reducto concentrado del bosque mediterráneo. Contemplando esa mirada intensa de
las rapaces o los monos, piensas en filósofos que tratan de penetrar lo
absoluto y se preguntan, como tú, cómo es posible que, a pesar del avance del
mar de cemento, todavía pueda producirse aquí el milagro de la naturaleza.
Después entras en el valle que acoge el Poblado Central y la Reserva de los
Lagos, donde viven leones, elefantes, hipopótamos y rinocerontes. Los niños
pequeños que nos acompañan apenas creen lo que ven, alternando las exclamaciones
con los gritos y los aplausos y, si a veces sienten un poco de miedo, pronto lo
supera esa alegría inexplicable de sentirse al menos durante unas horas un poco
bestia. Y salen a correr. Al rato, me doy cuenta de que me he quedado solo. Y
aquí es donde el día se vuelve raro.
Me
parece ver al animal soñado por Franz Kafka, con una gran cola de muchos
metros, parecida a la de un zorro. El animal tiene algo de canguro, pero su
cabeza es humana; sólo los dientes tienen fuerza expresiva. Y, sin embargo, las
cuatro patas son cortas, con garras de color escarlata; el pelo, blanco y
sedoso; las orejas caídas, como las de un sabueso. Quizá sea mitad perro, mitad
hombre, mitad cordero. Ahora que me fijo, tiene los ojos huraños y chispeantes
y la piel suave. Es como si me hablara, y de hecho vuelve la cabeza y me mira
para observar el efecto de sus palabras. Salta a mi alrededor y me da la
impresión de que espera que yo haga algo. No sé, acaso sea por el cansancio del
paseo, pero creo que el animal quiere amaestrarme. O quizá el animal sea yo. En
“El libro de los seres imaginarios”, Jorge Luis Borges habla del Baldanders,
una estatua de piedra que, al tocarla, toma las formas de un hombre, de un
roble, de un puerco, de un salchichón, de un prado cubierto de tréboles, de una
flor, de una rama, de una morera, de un tapiz de seda, de muchas otras cosas y
seres. Y esa es la sensación tenemos al pasar de una selva a otra. Al salir del
parque, volvemos a ser quienes éramos. Pero qué gran excursión.
El
Mundo Andalucía (Viajero del tiempo), 4/12/2015
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