En
el Ayuntamiento de Granada, los partidos que estaban en la oposición han dado
una lección de democracia. PSOE, Ciudadanos, Podemos e Izquierda Unida han
llegado a un acuerdo para lograr un cambio de gobierno e investir como nuevo
alcalde a Francisco Cuenca. Y no es verdad que se trate de “un gobierno de
extremistas”, como se ha apresurado a proclamar el PP, sino que las circunstancias
extremas que este partido ha propiciado requerían el acuerdo del resto de las
fuerzas políticas, que representan la voluntad de la mayoría de los granadinos
(64.000 votos, frente a los 39.000 del PP). Porque los que quiebran la
democracia son los que toman decisiones arbitrarias y se creen que ellos mismos
son la ley, ya sea la electoral o la que rige la contratación en la
Administración pública. El caos lo crean quienes creen personificar una ciudad,
un país o unos valores y tratan de imponerles a los demás su forma de pensar. “La
voluntad arbitraria de los despachos” es la que ha llevado a José Torres
Hurtado y a Isabel Nieto al juzgado, ha quebrado las arcas municipales y ha
convertido la marca Granada en un sinónimo de corrupción, que no de ciudad
inteligente. Y los que con su gestión lo han logrado son los verdaderos
antisistema, que no están en la izquierda ni en la derecha, sino mirándose el
ombligo, por lo que no aportan a la sociedad seguridad institucional y jurídica.
La expresión de la democracia son los acuerdos que alcanzan quienes piensan de
manera diferente. Y eso es una garantía no sólo procedimental, sino del propio
Estado democrático. Lo mismo debería haber ocurrido en España. El cáncer de la
política y de las instituciones democráticas es el clientelismo, que fomenta la
mediocridad, la discrecionalidad y las asimetrías sociales. Cuanto más
clientelismo hay, menos desarrollo económico y social. Y no es una casualidad
que España esté en la cola de los países desarrollados europeos, Andalucía en
la cola de las comunidades autónomas y Granada en la de las ciudades españolas.
Cuanto más plural es un gobierno menos clientelar será. Y a eso debemos aspirar
en los Estados democráticos. A que los gobiernos se dejen llevar únicamente por
programas electorales, no por políticas sectarias. Y la primera responsabilidad
es de los ciudadanos, que cuando nos miramos en el espejo electoral debemos
pensar en el sentido de nuestro voto. Porque en esto se parece la política a la
colada y las convicciones a las camisas: para que estén siempre limpias, hay
que mudarlas.
IDEAL
(La Cerradura), 8/05/2016
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