Los niños son las únicas personas que conozco que no
dudan al decir lo que les ocurre, ni tampoco al decir lo que ocurre a su
alrededor. Suelen tener una respuesta clara y concisa, que se parece a una
definición o a una sentencia que los padres solemos escuchar atribulados,
pensando quizá en qué día o año de nuestra vida nos dejamos la sabiduría, o tan
sólo la facultad para oír, mirar y hablar sin que las percepciones vengan
contaminadas por manías u obsesiones personales. Los neurólogos explican que
nacemos con trillones de neuronas que van creando sinapsis entre sí que son
como autopistas de la inteligencia, pero con el paso del tiempo el cerebro se
plastifica y endurece, convirtiéndose en lo que cualquier niño llamaría una
cabezota. Empezamos a no ver más allá de nuestras narices, y la realidad
empieza a convertirse en algo caótico, limitado y previsible. Pero las reglas
de un niño están claras: esto sirve para divertirse; esto procura felicidad y
aquello no; los adultos –terminan pensando- son expertos en ser infelices.
Desde luego, los adultos no tenemos toda la culpa, pero no deja de ser un
juicio categórico, que tal vez hubiera compartido Kant con todos los niños del
mundo.
Lo pensaba esta semana, al leer la noticia sobre la
desaparición y feliz hallazgo de Juan Pedro García Écija, un joven
esquizofrénico que vive en uno de los pisos tutelados que la Fundación Pública
Andaluza para la Integración Social de Personas con Enfermedad Mental tiene en
Granada. Los sucesivos desmantelamientos de la sanidad española han convertido
a los enfermos mentales en individuos marginados en muchos casos, que no pueden
acudir a sus familias ni a los centros hospitalarios que antes los acogían. Sin
embargo, la mayoría son personas que tienen crisis esporádicas, pero que con el
tratamiento –no necesariamente farmacológico- adecuado, pueden valerse por sí
mismas. De hecho, suelen tener una percepción perspicaz y muy desarrollada, y
no es extraño ver en galerías de arte el resultado de terapias ocupacionales
que sonrojarían por su fuerza y sensibilidad a algunos de los artistas más
cotizados actualmente en el mercado artístico por expresar el mayor valor
contemporáneo: la nadería absoluta. Porque las opiniones ajenas te conducen a
la nadería, sobre todo los elogios de algunos presuntos críticos que hacen de
notarios de la industrial cultural, una industria patéticamente preocupada por
el fin del arte, del libro, de la cultura y del mundo, pero que suele
promocionar la estupidez, justificada con “un razonable nivel de ventas”.
En España, las políticas educativas y culturales de
los sucesivos gobiernos democráticos han tenido como objetivo, o al menos como
resultado, plastificar nuestra inteligencia, acabar con las sinapsis y los
trillones de neuronas con los que veníamos al mundo. A los sucesivos recortes
hay que sumarles nuestra nula creatividad política, nada que ver con la
subvención de la cultura, que tanto nos gusta en Andalucía, donde somos
expertos en anclarnos en nuestros gustos, nuestros prejuicios y nuestra
ideología.
Pero, por fortuna, también ocurre lo contrario, y
quien haya viajado estos días a Úbeda se habrá encontrado con que entraba en
Mágina, la ciudad imaginaria novelada por Muñoz Molina en obras como Beatus Ille o El jinete polaco. La plaza de Andalucía se ha llamado la plaza del
General Orduña, y han sido sus lectores y la Asociación Úbeda por la Cultura
los que han querido celebrar la concesión del Premio Príncipe de Asturias de
las Letras cambiando el nombre de las calles y plazas reales por los de Mágina.
Además del cariño al escritor, ha sido el entusiasmo y su fascinación por un
mundo imaginario lo que les ha llevado a transformar la realidad, aunque sólo
sea temporalmente. Lo mismo que suele hacer todos los días el joven Juan Pedro
García Écija en la soledad de un cuarto. Como cualquier artista de verdad, que
nos ofrece luego su percepción singular del mundo.
El
Mundo Andalucía (Viajero del tiempo), 1/11/2013
Me gusta de principio a fin.
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