Tiene
largas trenzas de pelo negro, que le caen sobre la espalda, una camisa blanca
de hilo, una falda negra. Se mueve entre el género con eficacia, y nunca pierde
la sonrisa al mostrarte sombreros y zapatos, trajes tradicionales, dominós y
máscaras. Lleva la cara limpia de cremas y maquillajes, y es contagiosa su
sencilla alegría, la tranquilidad que trasmite, como la certidumbre de ocupar
su lugar en el mundo. Una sensación que comparte con las mujeres que
mayoritariamente atienden los puestos del mercado artesanal. Todo un contraste
con los grandes centros comerciales, donde nada más entrar uno siente un
escalofrío, pues la temperatura baja unos diez grados de la temperatura
ambiente, un reclamo más para el acalorado consumidor, junto a la música y las
ofertas que no admiten regateo. Pero ¿cómo comparar la humildad de las
vendedoras del mercado tradicional con la sofisticada eficacia de los
dependientes en las tiendas de marca? En los centros comerciales los clientes
andan como autómatas, conducidos por la sobreabundancia de productos, ordenados
en estanterías y pasillos simétricos, indefectiblemente hacia la caja. Hay
quien dice que los centros comerciales representan el ocio del ciudadano
actual, más alienado que confuso, y que justifica autoestima y clase social
gastando con alegría el dinero. Pero se respira mejor en los mercados
tradicionales, donde la sabiduría del comercio es la cultura del trabajo y el
sacrificio, el saber ancestral del pueblo. Estos son los templos de la oferta y
la demanda, no los mercados de valores donde cotizan nuestras vidas.
El
Telégrafo (Zoom del Ecuador), 16/11/2013
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