Viajar por Ecuador es hacerlo por muchos climas y países, pasar del
verano al invierno, descubrir que hay páramos como playas, bosques que se
transforman en selvas y volcanes que hacen que cielo e infierno se fundan en
una sola línea helada en el horizonte. Saliendo por carretera de Guayas en
dirección a Riobamba, el paisaje tropical y las plantaciones de banano pronto
se convierten en un bosque tupido conforme el clima se templa. La carretera
empieza a ascender y, casi sin darte cuenta, alcanzas los tres mil metros de
altura, mientras cruzas las estribaciones de la cordillera andina y el frío
entra por la ventanilla. Oscurece, y cuando un manto de niebla cubre la
carretera uno se pregunta cómo podían circular los vehículos por aquí de noche,
antes de que las vías y la excelente señalización marcasen el trayecto. Los
camiones se paran junto a los merenderos, al borde de la carretera, y el viaje
se convierte entonces en una carrera de obstáculos, sobre todo contra la propia
impaciencia, que te insta a adelantar en tramos donde apenas hay visibilidad.
Pero lo peor es no poder ver ahora ese paisaje multiforme que respira como un
ser vivo, y que te habla de un país tan rico como desconocido, de una
naturaleza tan cotidiana como salvaje. Uno ha atravesado ya El Triunfo,
Cumandá, Pallatanga, pero cuando empieza a desanimarse y a sentirse atrapado
por una absoluta oscuridad, la carretera desciende hacia el valle y una gran
sombra protectora emerge en el horizonte. Y una luna llena, como si quisiera
mostrarnos su magnitud, baña de luz blanca la silueta del Chimborazo.
El Telégrafo (Zoom del Ecuador), 23/11/2013
No hay comentarios:
Publicar un comentario