Escribió
Óscar Wilde que había que curar el alma a través de los sentidos y los sentidos
a través del alma y, ciertamente, el viajero vuelve a casa por el estómago, que
guarda los sabores de la infancia. Gracias a los sentidos podemos viajar en el
tiempo, y los mecanismos de esta máquina tan real como fantástica son el aroma,
el sabor, la textura de ese bocado que nos llevamos a la boca. Cualquiera que
viaje un poco sabe que no hay en otros países bares como los de España, menos
aún los de Andalucía, donde reinan las raciones y las tapas. La copa de
manzanilla y la cerveza con algo de picoteo se convierten en una ceremonia
sagrada, y el sacerdote de esta religión gastronómica no podrá oficiarla fuera
de nuestras fronteras como no sea en su propia casa. Porque el andaluz es un
individuo epicúreo que suele ponerle al mal tiempo buena cara, sobre todo en
compañía y en esos templos inmemoriales que son los bares, las tabernas y las
tascas. En ellos habrá o no cabezas de toro, fotografías de clientes ilustres,
botellas, calderos o guitarras, pero no faltarán una buena barra y un cartel
con los platos del día. Y es que aquí apuramos viandas y copas para reconocer
nuestra alma.
Para
esta ceremonia ideal yo cruzo hoy la primera puerta de la ciudad de Granada, en
la calle Elvira, y subo por la cuesta de la Alhacaba. Recorro la Muralla Zirí y
contemplo desde el mirador la torre de la catedral, la Gran Vía y los edificios
del centro como si los viera por primera vez, el Camino de Ronda y la
circunvalación, que parecen marcar una frontera antes de diluirse en los campos
de la Vega, que riega el río Genil. Granada se derrama hacia ese vergel desde
las dos colinas que dominan el valle: la de la antigua alcazaba, donde nos
encontramos, en la parte más alta del Albayzín, y la colina roja, donde se alza
la Alhambra. Aquí se funden la Granada zirí con la nazarí y la cristiana, y
siempre me sorprende la luz, de un azul que se vuelve dorado. Nos tienta
sentarnos en la plaza Larga, pero preferimos seguir por la calle Panaderos y la
calle Pagés hasta la plaza Aliatar, donde las mesas al sol del mes de junio nos
invitan a pararnos. Porque ¿hay algo comparable a tomar unas cervezas y unos
caracoles en el Bar Aliatar? Como yo han sido muchos los peregrinos que han
dado un largo paseo para participar en esta fiesta profana, que se oficia con
palillos de dientes con que atrapar al jugoso molusco.
El
mes de junio trae alegría a nuestras ciudades, cansadas de la crisis y el
invierno, deseosas de parranda. La gente saldrá de fiesta a pesar de las
instituciones europeas, donde ven con recelo nuestras costumbres, eso de salir
al medio día y por la noche, de levantarnos tarde y acostarnos de madrugada. No
entienden que se trata de una verdadera religión, que es el cuerpo del ser
andaluz, bendecido con una caña. Sí lo saben los europeos, sin embargo, pues
hay franceses, ingleses y alemanes ocupando las mesas. El Albayzín se ha
convertido en el corazón de la Unión Europea, donde se habla en español,
inglés, francés y alemán, pero también en árabe. Este barrio siempre ha sido un
crisol de culturas, y ya es casi un centro de peregrinación, aunque sólo sea
para los habitantes del centro de Granada, que darán un largo paseo para justificar
la ceremonia de la caña.
La
nueva Europa es políglota, multicultural, diversa, sabe vivir entre el placer y
la culpa, entre el sacrificio y la alegría, y se encuentra en la plaza Aliatar.
Aquí recuerdo lo que desde Ámsterdam escribía Descartes al viejo Balzac: “Me
paseo todos los días entre la confusión de un gran pueblo, con la misma
libertad y tranquilidad con que usted podría hacerlo en sus alamedas”. Son las
personas quienes hacen admirable este lugar.
El
Mundo Andalucía (Viajero del tiempo), 6/06/2014
No hay comentarios:
Publicar un comentario