Lamentablemente,
el fenómeno turístico más importante de Granada en los últimos años, tanto por
asistencia de público –miles de personas en un solo día- como por repercusión
en los medios nacionales e internacionales, es la Fiesta de la Primavera; o, lo
que es lo mismo, la reunión de miles de jóvenes de toda España para
emborracharse hasta perder la conciencia en el espacio público que el
Ayuntamiento ha habilitado para ello, y de nombre tan embrutecedor como los
ediles que padecemos: botellódromo. Probablemente, lo que cometa la
administración municipal facilitando esta práctica es un delito contra la salud
pública, aunque sea con la excusa de alejarla de las calles del centro. La
diferencia es que las ordenanzas municipales pueden prohibir y multar a quien
bebe y arma jaleo en la calle de manera particular, pero con el botellódromo se
institucionaliza y fomenta esta celebración, cuya consecuencia más previsible
es la progresión geométrica de los casos de alcoholismo entre los jóvenes.
Los
medios de comunicación han destacado las fotografías de las caravanas de
chavales cargados de botellas e incluso bidones de alcohol, pero lo que al
principio puede dibujarte una sonrisa luego se transforma en la máscara de la
enfermedad o la adicción. Sobre todo, cuando ante las preguntas del sorprendido
periodista, algunos chavales contestan: “¡Pues qué vamos a hacer! ¡Emborracharnos!
¡Beber hasta la madrugada!” Teniendo en cuenta que la pregunta se les hace a
las doce o a la una del mediodía, eso significa que el chaval en cuestión va a
pasarse unas trece o catorce horas bebiendo, como los otros miles que le
acompañan. Así, no es de extrañar que la jornada acabe no sólo con borracheras,
sino también en comas etílicos, que deben atender los hospitales de la ciudad,
que ya suelen tener de por sí muchas necesidades que atender y no todos los
recursos necesarios para satisfacerlas.
Y
sí, lo lamentable es que esta celebración la fomente el propio Ayuntamiento de
Granada, al que como a cualquier otra Administración pública hay que exigir
responsabilidad por los daños que causa. De hecho, la jurisprudencia considera
que la responsabilidad de la administración es una responsabilidad objetiva si
por el mal funcionamiento de los servicios públicos se produce un perjuicio a
los ciudadanos. Y quizá podría aplicarse esa doctrina al uso torticero o
irresponsable de los servicios públicos. Porque los daños que causa el botellón
son sin duda valorables económicamente: horas de trabajo del personal de
limpieza, del personal sanitario, de las fuerzas de seguridad, sin contar con
los daños físicos y psíquicos que se causan a sí mismos miles de jóvenes. Pero
también las horas de trabajo y de descanso de los vecinos de la zona y de todas
las personas que deben pasar necesariamente con sus vehículos por ese lugar
donde se hacina a la gente.
Y
no se trata de un corral ni de una granja, como quizá piensen los creadores de
esta genial idea, que apartan de sus casas a tantos borregos que causan ruidos,
excrementos y malos olores, sino de un espacio público donde se propicia el
suicidio moderado. Porque son costumbres que esos jóvenes llevarán consigo toda
la vida, y más de uno se quedará en ellas. Según Ambrose Bierce, una
celebración es una “festividad religiosa que se suele caracterizar por la
glotonería y las borracheras, en la que con frecuencia se honra a alguna
persona santa distinguida por haber sido abstemia”. Pero esta es una primavera de
bárbaros.
El
Mundo de Andalucía (Viajero del tiempo), 3/04/2015
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