A
veces, el patrimonio cultural de un país no se encuentra en su arquitectura ni
en sus edificios históricos. A veces –muy raramente-, ese patrimonio tiene que
ver con una manera de relacionarse con el mundo. Se trata de algo más que la
tradición o los saberes ancestrales de un pueblo; es una forma de resistencia,
de mostrarle a la sociedad de consumo que se puede vivir de un modo diferente. Aquí
la palabra libertad cobra todo su sentido. Y se refiere al trabajo y al
sacrificio, a la voluntad de asumir una identidad irrenunciable. De las comunas
la Constitución de la República del Ecuador y el Código Orgánico de
Organización Territorial dicen poco. No hay mucho que decir desde el punto de
vista legal de unos colectivos que tienen una organización social y un modelo
de convivencia ejemplar, que van transmitiendo generación tras generación: sólo
hay que protegerlos. En las comunas no suele existir la pobreza extrema o la
desnutrición, algo que desgraciadamente sí existe en las grandes urbes,
presuntamente civilizadas. Porque la civilización es más bien compartir el
trabajo y los frutos del mar y de la tierra. Sin embargo, las iniciativas
empresariales que se plantean a estos colectivos –no necesariamente indígenas,
afroecuatorianos o montubios- suelen ser interesadas, con el objetivo de obtener
un beneficio inmediato, normalmente proveniente del turismo y de una
explotación incontrolada del entorno natural. Pero las comunas sólo seguirán
existiendo si su desarrollo se produce desde dentro, con proyectos que ellas
mismas puedan gestionar. Tender puentes en el presente desde el pasado al
futuro también es algo revolucionario.
El
Telégrafo (Zoom del Ecuador), 8/02/2014
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