Visto desde el cielo, el mapa de Andalucía no es rojo o azul, ni siquiera
blanco y verde, más bien parece la barbilla del continente europeo, deseoso de
adentrarse en el océano. Se ven nubes que acarician la tierra, montañas y ríos,
núcleos urbanos y vehículos recorriendo las carreteras como un hormiguero; pero
no se ve a las personas, nunca se ven, como si hiciera falta que uno aterrice
para que se materialicen y te demuestren que has llegado a casa. Tampoco la
impronta de las ciudades tiene que ver con una idea política. El viajero tiende
a despojarse de su ideología y a convertirse en un observador más objetivo de
la realidad, que ve el oriente en las cúpulas de la ciudad de Cádiz, o la ruina
que amenaza algunas partes del Albayzín, a pesar de su historia milenaria.
Porque las ciudades deben estar orgullosas de su pasado, pero también aprender
a crecer con él, para que ese pasado, de algún modo, respire en el presente. Es
lo que ocurre en Córdoba, donde pasear por sus calles es tender puentes de un
milenio a otro, sin más eventos que el cuidado esmerado de su patrimonio.
En ese sentido, la celebración del Milenio de Granada ha sido una
oportunidad perdida para la ciudad. Una conmemoración que era la excusa
perfecta para concluir infraestructuras inacabadas como el Ave –es inaudito que
no haya llegado aún al que es actualmente el primer destino turístico de
España-, pero cuyos resultados han sido más bien pobres, fuera de las
exposiciones y conciertos que han tenido como epicentro La Alhambra, que sigue
siendo el mejor exponente de la ciudad, gracias, entre otras cosas, al buen
hacer de María del Mar Villafranca. De las propuestas presentadas, para las que
había que poner de acuerdo al Ayuntamiento de Granada, la Junta de Andalucía y
el Estado español, se han quedado en el tintero precisamente aquéllas que le
hubieran dado más sentido a este evento, como la rehabilitación del Albayzín y
el Sacromonte y la creación de un Museo de Historia Andalusí. Pero, al parecer,
no era suficiente un presupuesto de 13,5 millones de euros. Y hoy, cuando uno
pasea por el que probablemente sea el barrio histórico más hermoso del mundo,
se encuentra con una belleza mustia, agrietada, que parece desmoronarse por el
mismo peso de la historia, sí, pero, sobre todo, por nuestra propia indolencia.
Hay en el granadino una especie de encantamiento, como ocurre en otras
ciudades que han vistos pasar los siglos. Una incapacidad fantástica para
romper con una inercia política regocijada en sí misma o en su impotencia y que
termina convirtiendo a las ciudades en mausoleos. Así, el paseo se convierte en
un recorrido alucinado, como el de Bernhard por la Salzburgo arzobispal-nacional-católica,
o el de Sebald por Amberes o Norwich en Los anillos de Saturno. En este libro podemos leer: La negación
del tiempo, según el escrito sobre el Orbis Tertius, es el axioma más
importante de las escuelas filosóficas del Tlön. Según este axioma, el futuro
sólo tiene realidad en nuestros miedos y esperanzas presentes, el pasado
meramente como recuerdo.
Se trata entonces de un tiempo detenido en un instante que ha
transcurrido ya, el mero reflejo de un proceso irrecuperable. Porque las
ciudades tienen, como nuestro cuerpo y nuestra memoria, un corazón que se
consume con lentitud. Y sus habitantes sucumbimos también con cada iniciativa
desperdiciada, con cada proyecto cultural o urbanístico que no sabe mirar a la
vez hacia delante y hacia atrás. Pero quizá tengamos otros mil años para
aprehender lo que somos. No perdemos la esperanza de que el Albayzín y el
Sacromonte verdaderamente sean Patrimonio de la Humanidad.
El Mundo Andalucía (Viajero del tiempo), 7/02/2014
No hay comentarios:
Publicar un comentario