El cielo de Córdoba se encuentra en su Mezquita. En esa arboleda de arcos
rojos y blancos que van repitiendo motivos en un lenguaje secreto, trazando un
mapa que nos permite viajar en el tiempo. La Mezquita es en sí misma un
universo, y desde su centro uno puede conectarse con otros grandes templos del
mundo, recorrer esas líneas maestras que reflejan en la Tierra las rutas
trazadas en el firmamento por estrellas y planetas que, sin embargo, no tienen
las claves del individuo. Lo sabía bien Jorge Luis Borges, que en La busca
de Averroes cuenta cómo Abulgualid
Muhámmad Ibn-Ahmad Ibn-Muhámmad Ibn-Rushd (un siglo tardaría ese largo nombre
en llegar a Averroes, pasando por Benraist y por Avenryz, y aun por Aben-Rassad
y Filius Rosadis) escribe que la divinidad
sólo conoce las leyes generales del universo. Borges imagina al filósofo
cordobés escuchando el rumor del agua, contemplando la huerta, el Guadalquivir
más abajo y después la querida ciudad de Córdoba, no menos clara que
Bagdad o que el Cairo, como un complejo y delicado instrumento.
El escritor argentino narra una disputa intelectual sobre las rosas del
Indostán, cuyos pétalos, de un rojo encarnado, reproducen versos del Corán,
pero que no son comparables, sin embargo, a las flores que decoran los cármenes
andaluces. Eso lo corroborará el viajero que se deje llevar por las calles de
Córdoba, quien renuncie a los circuitos turísticos y prefiera perderse en los
meandros del tiempo. Toda ciudad tiene una cara real y otra imaginaria, y
curiosamente, en Córdoba, el elemento fantástico nos conecta con la historia, con
los últimos años de Al-Ándalus, con las intrigas y las promesas que se
fraguaban en patios y jardines. Borges siente en la última página que su
narración es un símbolo de lo que él es, e imagina que él fue Averroes de algún
modo para escribir ese cuento, y que, para ser Averroes, tuvo que escribir ese
cuento, algo que se reproducirá hasta lo infinito, hasta el momento en que él,
Borges, deje de imaginar a Averroes y éste desaparezca.
Así son también las ciudades en nuestro recuerdo. Se convierten en algo mítico,
fantástico, hasta que volvemos a recorrerlas desde su centro. En eso se parecen
los viajes felices y los buenos cuentos. En ellos hay una historial real y otra
secreta, una historia que va revelándose y agrietando la superficie de las
cosas, dándoles un nuevo sentido, insospechado, que enriquece nuestra relación
con el mundo. Es un mundo que se encuentra bajo el mundo que vemos diariamente,
sin prestarle la atención que se merece. Lo sabe otro maestro del cuento, Ángel
Olgoso, que vuelve a regalarnos otra edición de sus Cuentos de otro mundo, libro con el que se presenta la Editorial Nazarí.
La eficacia de los cuentos de Olgoso radica en su mirada, más honda y
perspicaz, pues abarca el mundo sensible, sí, pero también la fantasía y la
historia, que se unen en relatos que por ser fantásticos no resultan por ello
menos verosímiles, pues guardan una verdad profunda a la que el lector asiste
como una revelación: una sacudida, un fogonazo, siempre una sorpresa.
Lo fantástico puede convertirse en un elemento cotidiano, o quizá sea al
revés, pues en los Cuentos de otro mundo realidad
y fantasía se funden en un lenguaje tremendamente eficaz, que sin recurrir al
artificio resulta poético. Olgoso sabe que en un cuento hay que cincelar cada
palabra, cada frase y cada párrafo que, reducidos a lo esencial, pueden mostrar
una verdad más honda. Es, casi, un lenguaje arquitectónico, como el resplandor
de oro de los mosaicos en la Mezquita de Córdoba, como las floraciones blancas
y rojas de los arcos. Nada más asombroso que una idea, tan insólita o imposible
que se convierte en simbólica: Subí al metro y eché una cabezadita en
el asiento. Cuando desperté, ya habíamos dejado atrás el hermoso y multicolor
flujo meteórico de los anillos de Saturno
(Pantanos Celestes, de Cuentos de otro mundo). Nada más fácil que abrir este libro para viajar.
El Mundo de Andalucía (Viajero del tiempo), 6/12/2013
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