viernes, 6 de diciembre de 2013

Cuentos de otro mundo


El cielo de Córdoba se encuentra en su Mezquita. En esa arboleda de arcos rojos y blancos que van repitiendo motivos en un lenguaje secreto, trazando un mapa que nos permite viajar en el tiempo. La Mezquita es en sí misma un universo, y desde su centro uno puede conectarse con otros grandes templos del mundo, recorrer esas líneas maestras que reflejan en la Tierra las rutas trazadas en el firmamento por estrellas y planetas que, sin embargo, no tienen las claves del individuo. Lo sabía bien Jorge Luis Borges, que en La busca de Averroes cuenta cómo Abulgualid Muhámmad Ibn-Ahmad Ibn-Muhámmad Ibn-Rushd (un siglo tardaría ese largo nombre en llegar a Averroes, pasando por Benraist y por Avenryz, y aun por Aben-Rassad y Filius Rosadis) escribe que la divinidad sólo conoce las leyes generales del universo. Borges imagina al filósofo cordobés escuchando el rumor del agua, contemplando la huerta, el Guadalquivir más abajo y después la querida ciudad de Córdoba, no menos clara que Bagdad o que el Cairo, como un complejo y delicado instrumento.
El escritor argentino narra una disputa intelectual sobre las rosas del Indostán, cuyos pétalos, de un rojo encarnado, reproducen versos del Corán, pero que no son comparables, sin embargo, a las flores que decoran los cármenes andaluces. Eso lo corroborará el viajero que se deje llevar por las calles de Córdoba, quien renuncie a los circuitos turísticos y prefiera perderse en los meandros del tiempo. Toda ciudad tiene una cara real y otra imaginaria, y curiosamente, en Córdoba, el elemento fantástico nos conecta con la historia, con los últimos años de Al-Ándalus, con las intrigas y las promesas que se fraguaban en patios y jardines. Borges siente en la última página que su narración es un símbolo de lo que él es, e imagina que él fue Averroes de algún modo para escribir ese cuento, y que, para ser Averroes, tuvo que escribir ese cuento, algo que se reproducirá hasta lo infinito, hasta el momento en que él, Borges, deje de imaginar a Averroes y éste desaparezca.
Así son también las ciudades en nuestro recuerdo. Se convierten en algo mítico, fantástico, hasta que volvemos a recorrerlas desde su centro. En eso se parecen los viajes felices y los buenos cuentos. En ellos hay una historial real y otra secreta, una historia que va revelándose y agrietando la superficie de las cosas, dándoles un nuevo sentido, insospechado, que enriquece nuestra relación con el mundo. Es un mundo que se encuentra bajo el mundo que vemos diariamente, sin prestarle la atención que se merece. Lo sabe otro maestro del cuento, Ángel Olgoso, que vuelve a regalarnos otra edición de sus Cuentos de otro mundo, libro con el que se presenta la Editorial Nazarí. La eficacia de los cuentos de Olgoso radica en su mirada, más honda y perspicaz, pues abarca el mundo sensible, sí, pero también la fantasía y la historia, que se unen en relatos que por ser fantásticos no resultan por ello menos verosímiles, pues guardan una verdad profunda a la que el lector asiste como una revelación: una sacudida, un fogonazo, siempre una sorpresa.
Lo fantástico puede convertirse en un elemento cotidiano, o quizá sea al revés, pues en los Cuentos de otro mundo realidad y fantasía se funden en un lenguaje tremendamente eficaz, que sin recurrir al artificio resulta poético. Olgoso sabe que en un cuento hay que cincelar cada palabra, cada frase y cada párrafo que, reducidos a lo esencial, pueden mostrar una verdad más honda. Es, casi, un lenguaje arquitectónico, como el resplandor de oro de los mosaicos en la Mezquita de Córdoba, como las floraciones blancas y rojas de los arcos. Nada más asombroso que una idea, tan insólita o imposible que se convierte en simbólica: Subí al metro y eché una cabezadita en el asiento. Cuando desperté, ya habíamos dejado atrás el hermoso y multicolor flujo meteórico de los anillos de Saturno (Pantanos Celestes, de Cuentos de otro mundo). Nada más fácil que abrir este libro para viajar.
El Mundo de Andalucía (Viajero del tiempo), 6/12/2013

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