En cada casa ecuatoriana hay un dios familiar que te
asienta en el mundo. Lo pienso cuando veo a esos hombres y mujeres de ojos
intensos y piel morena cuyos rasgos parecen tallados en una madera dura y
noble, de balso o algarrobillo, como la que se utiliza para construir canoas en
la Amazonia. Cambian las ocupaciones y los estratos sociales, pero hay algo
común que sólo he visto en este país, aunque quizá sea propio de Latinoamérica:
una relación especial con la naturaleza; como si la gente fuese consciente de
que forma parte de ella, como una prolongación. Y es algo que se ve en la costa
y en la sierra, en todas las ciudades, independientemente de su tamaño. Porque
hay lares que habitan mares y volcanes, selvas y ríos, y que acogen en su seno
edificios y calles. Así me imagino también al propio Ecuador: un lar con la
forma de un corazón de tierra, agua, cielo y fuego que se extiende a Las
Galápagos. Es una relación física y espiritual, inspiradora: la red que
envuelve y conecta a millones de seres vivos. El lar del Ecuador habita en cada
uno de sus habitantes.
El Telégrafo (Zoom del Ecuador),
21/12/2013
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