En la plaza del Centenario se ha detenido el tiempo. A media tarde, la
gente busca la sombra y dormita sobre los bancos, bajo los árboles. El calor
ralentiza las cosas, y los pasos de quienes bordean la Columna de los Próceres
se vuelven más pesados y silenciosos. Apenas se escucha un murmullo, sólo roto
por los vendedores de agua que nos recuerdan uno de los cuatro elementos que
inspiran el trazado del parque, junto con la tierra, el fuego y el aire, como
en los bosques de la Grecia clásica. Pero, de pronto, un hombre irrumpe en la
tranquilidad con paso presuroso y se planta en mitad de la plaza. Lleva un
libro en la mano, una pesada Biblia que abre ostentosamente antes de alzar la
voz para predicar su verdad. ¿Será una visión producida por el calor? No. Su
voz retumba ahora con las bondades del cielo y los peligros del infierno y,
como si acudiesen a su llamada, otros dos hombres se acercan al centro de la
plaza portando libros sagrados y recitando pasajes que llaman a nuestra salvación.
Miro a mi alrededor para ver cuál es la reacción de los presentes, habitantes
ociosos del parque que contemplan plácidamente la vida en este mes de
diciembre. Nada parece haber cambiado. Sólo esas palabras que nos hacen viajar
a otras plazas y otros lugares donde se escucha la llamada a la oración en
idiomas tan viejos como el mundo.
El Telégrafo (Zoom del Ecuador), 14/12/2013
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