domingo, 1 de diciembre de 2013

Ficciones


Si una persona adulta del año 1990 se hubiera dormido y hubiera despertado hoy, probablemente no reconocería este mundo. O quizá sí lo reconocería, pero se quedaría admirada del nivel de estupidez alcanzado en veintitrés años, incluso se admiraría de su propia alienación si no hubiera estado durmiendo y hubiera seguido viviendo despierto, envejeciendo y embruteciéndose con la sobreabundancia de información inútil. Pero pensemos que efectivamente ha estado durmiendo y ésta es una columna de ciencia ficción. Lo primero que le sorprendería es descubrir que su familia se ha vuelto autista. Buscaría tal vez a su pareja, o a sus hijos, y los encontraría mudos, tan dormidos como él, absortos en una pantalla. Entraría al comedor y contemplaría una escena terrorífica: su mujer lleva cincuenta minutos mirando la tablet, el mismo tiempo que su hijo -¡tiene 35 años y aún vive en la casa!- ha estado viendo la tele, y ninguno de los dos se ha dirigido la palabra. ¿Podrían ser dos horas, dos días, veintitrés años, tal vez? El hombre no tiene ya tanto tiempo para comprobarlo, pero sí permanece allí de pie durante dos horas, sólo interrumpidas por su hijo, que ha cogido una cerveza de la cocina. ¿Cómo? ¿También se bebe su cerveza? “Oye, Mamá”, dice el hijo por fin. “En la puerta hay un señor mirándonos con una cara muy rara”. “No me digas”, contesta la mujer sin levantar la vista de la tableta. “Pues sácale una foto y me la mandas por WhatsApp”. Y eso es lo que hace el hijo. Saca el móvil, le saca una foto al hombre y se la manda a su madre, y luego la cuelga en su perfil de Facebook y Twitter con un mensaje: “Mi padre, después de echarse una siesta”. Lamentablemente, el hombre no podrá leer el mensaje, por lo que seguirá sintiéndose un extraño en esta familia, que se comunica exclusivamente a través de las redes sociales. Pero si ustedes no creen en la ciencia ficción, pueden observar lo que ocurre en cualquier restaurante. Una pareja que celebra un aniversario sin dirigirse la palabra, chateando cada cual con su móvil y mandando fotos de las rosas que decoran la mesa. Gente hablando por teléfono e ignorando al que tiene en frente, como si estuviera en la intimidad, aunque todo el mundo pueda escuchar su conversación bochornosa. Así, nos pasamos media vida contándoles a los demás los avatares de una realidad inexistente. Pero esta conclusión puede no ser cierta. ¿Podría confírmamelo alguien con el móvil?
IDEAL (La Cerradura), 1/12/2013

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