Entonces
empezó a llover. Las alcantarillas se atascaron y las calles se inundaron. “No
hay nada que hacer”, dijeron. “La ciudad está construida sobre esteros, andamos
sobre el mar, como quien dice, y todavía nos quedan cinco meses”. Así que la
gente se resignó y empezó a cambiar sus costumbres. Las ranas competían con los
peatones por el uso de las aceras, y los conductores disfrutaban pasando a toda
velocidad por encima de los charcos para mojar a los transeúntes. Y la gente se
reía, claro. “Fíjate en ese, qué huevón, hecho una sopa”. Pero lo malo fue
cuando toda la ciudad se convirtió en una gran sopa. La gente empezó a quedarse
en sus casas, observando atónita cómo el nivel del agua seguía creciendo. Ni
los viejos del lugar habían visto en su vida algo parecido. “Pero ya dejará de
llover”, dijeron. Los más intrépidos sacaron barcas y piraguas para ir a
trabajar. Otros metían la ropa en bolsas de plástico herméticas y se lanzaban
al agua. Los que peor lo pasaban eran los que no sabían nadar. Pero la
naturaleza es sabia y, de un modo u otro, a pesar de las dificultades, nos
fuimos adaptando a las “nuevas condiciones bioclimáticas”, como las calificaron
los expertos. Pero ¿qué le voy a contar a usted que no sepa? Para el caso,
todos utilizamos ahora branquias para respirar y, en vez de pies y manos,
tenemos aletas. Tampoco hay tanta diferencia.
El
Telégrafo (Zoom del Ecuador), 25/01/2014
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