Las ciudades, como los libros, están conectadas por rutas secretas. Hace
poco estuve en Cuenca de Ecuador, pero tenía la sensación de estar en Úbeda o
en Baeza. Quizá por la arquitectura andaluza que predomina en el centro de la
ciudad, o porque la disposición urbana es la misma: una plaza donde se
concentran el poder político y el religioso, y desde donde nacen las calles en
una cuadrícula perfecta. En el Parque Calderón, la imponente Catedral planta
cara a la Alcaldía y al edificio de la Gobernación de Azuay, y desde allí se
trazan las calles como en un damero. Pero es una ciudad andaluza la que se
extiende hasta la calle Larga, donde las casas quedan suspendidas sobre el
valle como sucede en su hermana española.
Allí uno cree estar contemplando un paisaje centroeuropeo, con coloridas
casas unifamiliares, pero el río que las baña es el Tomebamba, que dio nombre a
la antigua ciudad inca, de la que aún pueden verse los restos en el espléndido
Parque Arqueológico Pumapungo. Y es que Cuenca parece una ciudad concebida para
la contemplación, pues, paseándola, se revive su historia, desde su fundación
por Túpac Yupanqui. Las calles limpias, el patrimonio y los múltiples museos
hablan de su cultura milenaria, y hacen pensar en un país sabio, consciente de
su carácter. De ahí el orgullo de los cuencanos, que es el mismo que el de los
baezanos o los ubetenses, que sólo tienen que caminar para reconocer su propia
historia.
Porque uno busca partes de sí mismo en las ciudades, aunque la sensación
que tengamos al recorrerlas sea la contraria, como si dejásemos partes de
nosotros en ellas, tal vez nuestro yo más esencial. En realidad son caminos de
ida y vuelta. Esta semana he visto en Sevilla casas que me recordaban las de
Cuenca, aunque el acento de la gente y la alegría de los bares pronto
desmentían esa sensación. Sin embargo, el Hotel Patio de las Cruces, en el
barrio de Santa Cruz, me recordaba al Hotel Los Balcones, en la calle
Presidente Borrero, en Cuenca. En los dos casos se trata de casas moriscas
rehabilitadas, con su patio andaluz, al que se asoman los pasillos y las
habitaciones, y desde los que pueden verse los tejados de unas ciudades que, al
anochecer, nos envuelven con su misterio. Uno cree ver las sombras de seres
arcanos recorriendo esos tejados, y siente un escalofrío al pensar en cuántas
personas habrán habitado antes esas mismas habitaciones, dejando en ellas su
impronta. Entonces uno se tumba en la cama, se relaja y se prepara para viajar
en el tiempo.
Y ve cómo embarcan los soldados de Francisco Pizarro para viajar a
América. Y se ve a sí mismo quinientos años antes. Los largos meses de travesía
antes de descubrir otro mundo. Un valle rodeado de volcanes donde confluyen los
ríos Tomebamba, Yanuncay, Tarqui y Machángara. Cómo 11.000 Cañaris se alían a
los españoles para conquistar Quito. Y te ves a ti mismo, moribundo, escuchando
las palabras de un viejo indio que te cuenta todas tus vidas venideras hasta
llegar a este momento, cuando despiertas en un barrio sevillano cinco siglos
más tarde.
Pero ya debes levantarte para bordear la Catedral y llegar hasta la calle
Sierpes, y todavía andar un poco más, hasta la calle Amor de Dios para entrar
en la Librería Birlibirloque y hablar con su dueña, Almoraima. Y allí descubres
un fondo bibliográfico exquisito, el aprecio por la poesía y la novela
exigente, el ensayo más actual y toda una estantería dedicada al relato, algo
inusual en las librerías españolas. Y entonces empiezas la vieja ceremonia de
mirar los libros, acariciar sus lomos, abrirlos al azar y oler el papel nuevo,
ese perfume embriagador. Y vuelves a sentir los mismos nervios de siempre, pues
puede que esa elección guarde una revelación determinante y trascendente. Aquí
está: el libro, la ciudad, tú.
El Mundo Andalucía (Viajero del tiempo), 7/03/2014
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